Los episodios más cruentos de la historia, los más violentos, han sido prohijados por los líderes que han querido someterla y ponerla a su servicio. Por aquéllos que se han asumido como demiurgos capaces de diseñar el futuro al golpe de su voluntad. La lista es tristemente larga: Bonaparte, Mao, Hitler, Stalin, etcétera. En cambio, los mejores momentos han sido encarnados por los estadistas que supieron lidiar exitosamente con las circunstancias que les fueron impuestas, buscando mitigar los daños que no eligieron: Gandhi, Churchill, Mandela, Juárez, entre otro etcétera.
La diferencia entre unos y otros es fácil de observar: los primeros se propusieron cincelar el destino con sus martillos poderosos. Imaginaron el futuro que les gustaba y, con sagacidad y fuerza equivalentes, se dispusieron a crearlo. En muchos sentidos, sin duda, fueron admirables. Pero ninguno logró su cometido. Las fantasías que persiguieron nunca se hicieron realidad: la historia —caprichosa, huidiza, ingrata— les entregó otra cosa: una realidad violenta, sangrante, plagada de sufrimiento para millones de personas y al final, infiel, los traicionó definitivamente. Quedaron sus nombres, sus estatuas, su recuerdo, pero ninguno de sus sueños prosperó.
Los otros hicieron lo contrario: ante la adversidad y las amenazas que les rodearon y que ellos no crearon —la miseria de la colonización, la guerra, la esclavitud, las invasiones extranjeras—, asumieron el liderazgo de sus pueblos para resistir la ofensiva ajena y entregarles a los suyos la oportunidad de decidir libremente su destino. No decidieron cómo sería el mundo perfecto gobernado por sus fiebres, sino que se opusieron con gallardía y firmeza a quienes quisieron imponérselos. Unos quisieron poner de rodillas a la historia y los otros la encauzaron para apaciguarla, entendiendo que nadie sensato puede prefabricar su desenlace, pero sí aligerar sus rutas.
Obviamente, escribo esto pensando en la fantasía creada por el presidente López Obrador, según la cual vivimos ya la cuarta transformación definitiva de la historia nacional. Una fantasía creada con palabras, que se inventó a sus enemigos, sus gestas heroicas, sus grandes triunfos, sus otros datos, sus símbolos y sus rituales. Puro humo, para justificar la acumulación de poder en un solo individuo y la violencia ejercida en contra de sus adversarios. No lo comparo con los nombres que escribí antes, porque no alcanza para tanto. Pero sí con su deseo de destruir porque, nos guste o no, el poder es mucho más eficaz demoliendo que cimentando.
Ahora vienen a decirnos que vendrá un segundo piso sobre la demolición y el humo. Que se consolidará esa transformación, destruyendo con sistematicidad a sus críticos y a sus opositores, porque esa es la única condición objetiva y verificable de su existencia. No es la paz (nunca hubo más violencia), no es el desarrollo (estamos estancados y endeudados), no es la honestidad (mienten todos los días), no es la democracia (no aceptan sino su aritmética). La clave de bóveda de esa fantasía está en la identificación de los enemigos que deben destruirse a nombre del pueblo encarnado en el líder y nada más. El resto es parafernalia y jardinería.
Durante el primer año del sexenio, un amigo mío me contó que comió con López Obrador en Palacio Nacional y que, después de escucharlo mientras comían (pues solo habló el presidente) lo invitó a recorrer los murales de ese edificio espléndido. Y entonces observó algo singular: “Siguió en su soliloquio —me dijo— pero esta vez mientras veía a los héroes retratados en los frescos, iba hablando con sus pares”. Un forjador de historia anticipada dialogando con quienes consideraba sus iguales. Pero la suya corresponde al grupo triste que solo destruyó.