Si a pesar del dominio que ejercerán sobre las elecciones tras la reforma electoral, han decidido convertir los comicios del 27 en un plebiscito de revocación o de refrendo del mandato presidencial, es porque necesitan otro episodio epopéyico para consolidar su imagen popular. Dudo que Alfonso Ramírez Cuéllar haya presentado esa iniciativa de reforma constitucional sin consultarla (con la jefa y/o con el jefe) y dudo que haya un ápice de ingenuidad en ella.

Esa reforma servirá para cerrar el ciclo de creación de un nuevo régimen político con una potente campaña de legitimación previa a las siguientes elecciones y con una bandera única: la continuidad del proyecto de la 4T, refrendada por el pueblo unido en una sola voz. Evitará la fragmentación entre las miles de candidaturas que habrá para las elecciones legislativas, judiciales y locales que concurrirán el mismo día y les permitirá presentarse como un bloque indestructible decidido a combatir a los perversos enemigos de la oposición: su punching bag.

Lo que dudo es que esa campaña esté encabezada por la presidenta Claudia Sheinbaum. De hecho, creo que el líder hubiese preferido volver antes, pero la ominosa revelación sobre el liderazgo de La Barredora se lo impidió: tuvo que guardarse hasta agotar el minado capital político de Adán Augusto López para no salir en su defensa y aparecer como su cómplice. Pero al comenzar el año, ese costo ya se habrá pagado, mientras que la zozobra de la doctora Sheinbaum seguirá aumentando por la inexorable combinación de las violencias criminales, las presiones gringas, las penurias económicas y las redes de corrupción vigentes.

La presidenta tiene muchos frentes abiertos y cada uno de ellos tiene aristas desgastantes. Si esperaran hasta el 28 para preguntar si debe irse, como hoy lo ordena la Constitución, el resultado sería de pronóstico reservado, pues eso sí uniría a todas las oposiciones (partidarias y no partidarias) en una misma causa, sin hacerlas perder identidad. Así que la decisión es impecable: mejor llevar todo al mismo día, con el manido pretexto del ahorro presupuestario, para vencer al enemigo de una vez y para siempre: la blitzkrieg electoral del 27 que nos llevará a la tierra prometida de la historia mexicana sin más demoras ni fantasmas.

Sin embargo, esa epopeya reclamará la presencia del caudillo que volverá para cerrar el último eslabón de la cadena que habrá de entrelazar nuestro futuro con el pasado originario de glorias y armonía indígenas. No vendrá a apoyar el triunfo de los suyos, pues ese estará garantizado de antemano gracias a la reforma electoral de Pablo Gómez, sino a dotarlo de la narrativa épica que justificará cada una de las acciones y de las decisiones tomadas como pasos necesarios para llegar, por fin, al Shangri-La de México. Nadie más puede asumir esa tarea que su creador quien, además, concitará la unidad del movimiento: “quien no está conmigo, está contra mí”.

Por lo demás, el líder asumirá todas las cargas y las culpas que quieran achacarse a quienes lo traicionaron, como un mártir dispuesto al sacrificio, sin que esas acusaciones medren en contra del respaldo que merece su colaboradora fiel.

Por supuesto, alguien dirá que la vuelta del caudillo atraerá todos los reflectores y condenará a la doctora Sheinbaum a las sombras. Será verdad. Pero quien lo diga revelará que no puso atención o no escuchó lo suficiente, pues desde el primer día, Claudia Sheinbaum se presentó a sí misma como operadora de un movimiento que no fundó y dijo que su proyecto sería, acaso, edificar el segundo piso de la casa. Nunca quiso romper ni modificar siquiera las formas o el discurso. De modo que el personaje que vinculará las elecciones simultáneas del 2027 no será ella, sino el caudillo.

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