La probabilidad de que el Poder Ejecutivo sea presidido por una mujer es, de momento, mayor al 80 por ciento. Pero la posibilidad de que alguna de ellas pueda desligarse del control que ejercen los hombres que las respaldan es angustiosamente baja. Sus mentores las han convertido en alfiles de sus intereses y sus estrategias. Ni Claudia Sheinbaum ni Xóchitl Gálvez han logrado sobreponerse, respectivamente, al peso político de AMLO y de Alito Moreno y Marko Cortés. Ambas estarán en las boletas electorales, pero todos sabemos que los protagonistas de la contienda (hasta ahora) han sido ellos y sus aparatos políticos.

A la candidata de Morena se le ha asignado el papel de vocera del Presidente. Nadie sabe a ciencia cierta qué ofrecería más allá de la reproducción acrítica del discurso y del liderazgo político de López Obrador. Si cupiera alguna duda, el Presidente se ha ocupado de despejarla: hoy mismo presentará un conjunto de reformas diseñadas para volverse a poner en el centro de la contienda política. Su ya célebre “Plan C” no es otra cosa que la prueba de su incontinencia: dijo que le pasaría el bastón de mando a la candidata presidencial, pero es él quien ha diseñado y defenderá el guion que habría de seguirse en el siguiente sexenio y en la legislatura que nacerá en el mes de septiembre.

Será prácticamente imposible que Claudia Sheinbaum logre articular una posición diferente o siquiera diferenciada de las órdenes giradas desde El Palacio Nacional. ¿Alguien se la imagina diciendo que esas propuestas son de López Obrador, pero que ella tiene otras? Incontenible, el Presidente ha optado por colocar a su candidata en una situación muy difícil: tendrá que defender esas iniciativas como si fueran propias, tendrá que comprometerse con ellas y tendrá que alegar que lo hace por convicción. Es decir, tendrá que diluirse otra vez entre las aguas bravas del río tabasqueño. Quien vote por ella lo hará para continuar el sexenio que está en curso: votará acaso por una mujer leal y eficaz para operar el programa diseñado por el hombre que decidió encumbrarla.

En varias conversaciones con partidarios de Morena he escuchado que Claudia Sheinbaum romperá con su líder y enarbolará muy pronto su propia visión de país. Dicen que su obediencia mimetizada es estratégica y temporal, pero que tan pronto como sea investida como Presidenta de México, tomará las riendas políticas. Aseguran que su gobierno será diferente al de AMLO y que el presidente se verá obligado a cumplir su promesa de alejarse definitivamente de la política nacional. Sin embargo, de ser así se habrá cometido un engaño, pues la campaña estará marcada por la omnipresencia del macho alfa –cosa que a estas alturas es ya inevitable–, mientras que para ser ella misma, Sheinbaum tendría que traicionar las razones y las emociones que le habrían dado el triunfo en las urnas.

Del lado de Xóchitl Gálvez el escenario es muy similar, con el agravante de que los líderes de la coalición partidaria que la respalda cargan con un desprestigio mayúsculo. El corazón de esa campaña presidencial es contradictorio, no solo por la distancia que media entre los tres partidos que la postulan sino por el argumento intragable según el cual ella es la candidata de la sociedad civil que se pondrá por encima de los partidos. Mientras sus publicistas intentan trasmitir esa idea, los líderes del PRI y del PAN se reparten candidaturas, presupuestos y protagonismo mediático sin pudor y la misma Xóchitl pide, abiertamente, que los aparatos políticos controlados por esos hombres la protejan y la acompañen. Es cierto que tiene más simpatías que los hombres más conocidos de su coalición. Pero los necesita para ganar.

Es una pena: las mujeres en los retratos y los hombres en el poder.

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