Desde hace más de un siglo, gracias a Max Weber, identificamos la existencia del Estado con el monopolio legítimo de la coacción. Subrayo las tres palabras: monopolio, que significa el ejercicio exclusivo de una actividad sin competencia; legítimo, que implica aceptación y legalidad; y coacción, que es la fuerza o la violencia que se usa para obligar a alguien a hacer algo. A luz de la evidencia, es obvio que esa definición no corresponde ya con el Estado mexicano.
En el mejor de los casos, lo que el Estado tiene es el predominio público de la coacción, pero ha perdido o ha decidido renunciar al monopolio. A todas luces, otros grupos armados han establecido impuestos especiales a la movilidad, la propiedad, la riqueza y el comercio y han creado su propio sistema de sanciones. Algunos siguen produciendo y distribuyendo drogas prohibidas, pero el negocio criminal se ha diversificado a costa de la ausencia, la debilidad o la complicidad de los agentes del Estado. Los criminales deciden a quién le cobran, cuánto, cuándo, por qué y cómo, mediante la coacción.
En la jerga de la ciencia política es conocido el (así llamado) axioma de Hermann Heller: cuando una fuerza organizada con propósitos de dominación desafía la soberanía del Estado, solo cabe un desenlace: o es anulada o se adueña del Estado. Otros autores han usado la metáfora del crimen organizado para explicar el surgimiento de los Estados y de sus fronteras, que nacieron siempre con violencia (ya por la conquista de territorios o ya por la revuelta interna, o por ambos), para enfatizar que ningún Estado puede darse por consolidado hasta que no reúne la fuerza suficiente para hacer válida su soberanía ante otros y entre su población. De aquí se deriva la garantía de los derechos y el cumplimiento de la ley, no al revés.
De otra parte, México padece también un problema de legitimidad. Su Estado no solo ha perdido el monopolio de la coacción sino el refrendo de la legalidad. De un lado, con tal de imponer sus condiciones, el gobierno nacional ha ignorado los límites establecidos por la ley y ha optado varias veces por la actuación de facto, apelando a la mayoría social que lo respalda. En contrapartida, ha sido incapaz de hacer valer las normas para el conjunto de la población. Nuestro país ocupa ya uno de los peores sitios en las listas mundiales de la impunidad. Y en lugar de fortalecer al Estado de derecho, ha emprendido una ofensiva en contra de los contrapesos judiciales. A la coacción compartida con otros grupos que ejercen la dominación sobre territorios y personas bajo su propia ley, se suma la impotencia del Estado para sancionar conductas contrarias a derecho (incluyendo las que comete el presidente).
Por si no bastara la evidencia cotidiana, en estos días hemos asistido a uno de los episodios más graves y significativos de lo está ocurriendo y que sin duda marcará este momento de la historia mexicana: el inefable diálogo entre los prelados de la Iglesia Católica y los capos de algunas de esas organizaciones que comparten el oligopolio de la coacción, para concertar treguas y espacios de seguridad, con el beneplácito del presidente.
Se dice que el jefe del Estado ha preferido coludirse con algunos de esos grupos criminales. Yo no acepto los testimonios que acusan a López Obrador de haber recibido dinero de esas organizaciones y, de hecho, me parece inaceptable que sean ellos, los criminales, quienes decidan a quién inculpar y por qué (nomás faltaba eso). Pero veo con nitidez que las decisiones tomadas desde el Palacio Nacional no solo han sido inútiles para erradicar la violencia del país, sino que además están minando desde las raíces la gobernabilidad posible. Esa combinación de impotencia y prepotencia está matando al Estado mexicano.