Nuestra democracia ha sido bloqueada por sus protagonistas. Creímos que el problema era el régimen de partido hegemónico y que, una vez abierta la puerta hacia la pluralidad, tendríamos mejores opciones de elección, de participación y mejores soluciones de gobierno. Creímos que la apertura a la competencia electoral depuraría a nuestra clase política, que habría más y mejor organización social, mayor conciencia ciudadana y que habría políticas públicas igualitarias, sensatas y eficaces.

Sin embargo, nuestra clase política no ha estado a la altura de esos sueños. Las dos piezas principales de la democracia se han quedado cortas: los partidos que hicieron posible el salto hacia la pluralidad política se emborracharon de poder y decidieron repartirse puestos y presupuestos. Se corrompieron y, en vez de ofrecer un futuro diferente, se instalaron en la rebatinga, perdieron credibilidad, crearon su propia némesis y acabaron uniéndose para sobrevivir.

Fueron los abusos de esos partidos los que potenciaron al ángel caído. La denuncia que formuló el rebelde desde dentro del régimen que lo hizo nacer, encajó con precisión en el ánimo de la mayoría: había que castigar a quienes traicionaron la transición y promovieron un modelo económico que ignoró a los desposeídos. Incansable, el candidato López Obrador llevó sus argumentos hasta la cúspide, con una acusación simple y directa: la corrupción. Los gobernantes del país eran, dijo, una mafia de poder cuyo único propósito era el saqueo. Denunció el boato, los excesos, las riquezas malhabidas, la prepotencia politica y explicó que, al anular esa corrupción, habría recursos suficientes para dar y repartir, por el bien todos, primero a los pobres.

De ahí en más, todas las palabras pronunciadas durante el sexenio se han alienado a esas dos ideas: sacar a los corruptos y ayudar a los pobres. La destrucción de cualquier cosa que viniera del pasado no ha sido una anomalia sino la consigna de este sexenio que ofreció comenzar de nuevo, enarbolando la bandera de la honestidad. Por una vez, el pueblo sería representado para cobrarse las cuentas pendientes. Siguiendo la doctrina revolucionaria, destruidos los adversarios, la regeneración vendría por añadidura.

La paradoja que algún día será historia es que, así como lo crearon, ellos mismos lo potenciaron. La coalición que han formado el PAN, el PRI y el PRD solo existe para vencer al caudillo rebelde, pero su sola existencia confirma la tesis de origen: que todos eran lo mismo y que todos estaban de acuerdo. Echarlos del poder y anularlos ha sido la oferta y el propósito más relevante de este gobierno. Todo lo demás es jardinería.

Por eso, no importa que el gobierno no haya resuelto los problemas fundamentales, que salga mal evaluado en (casi) todos los rubros, que sus obras sean caras e inútiles, que la inseguridad, la corrupción y la pobreza sigan vigentes; lo que importa es que el caudillo no ha bajado la guardia ni un solo día para confrontar a las élites. La batalla que se ha estado librando no tiene que ver con la consolidación de la democracia, sino con el ajuste de cuentas; no es para tener mejores gobiernos, sino un vencedor; no es, en fin, para elegir entre tres opciones, sino para decidir si la gesta del caudillo se fortalece o se apaga.

Por esas razones, el único candidato que estará en la boleta en las elecciones del 2 de junio será Andrés Manuel López Obrador. Ni Claudia, ni Xóchitl, ni Máynez significan nada fundamental. La gente votará, otra vez, por AMLO o contra AMLO. Quienes lo apoyen, no juzgarán su gobierno; quienes lo rechacen, no lo harán por su identidad partidaria. Si las boletas preguntaran: sí o no, nos habríamos ahorrado tinta y dinero. No nos hagamos bolas: en México no hay más que un candidato.

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