Dice el presidente que en septiembre pasará la estafeta de su movimiento. Detrás de esa afirmación hay muchas líneas que deben leerse con cuidado: de entrada, el reconocimiento explícito del liderazgo único que ha ejercido desde la fundación de Morena que, en correspondencia con la peor tradición política de México, se formó y ha crecido en torno de su persona y nada más. Tan dueño se siente de su movimiento, que incluso ha decidido cómo y cuándo cederá el bastón de mando: “Les ordeno que ya no me obedezcan”.
Si lo hace cometerá varios despropósitos: el más elocuente sería el acto de campaña que se celebraría con recursos públicos, cosa que está expresamente prohibida en la legislación electoral, e incluso tipificada como delito. No podrá alegar que está actuando como líder de partido porque la investidura presidencial no admite excepciones. En rigor, el bastón de mando sería entregado por el titular del Poder Ejecutivo a un particular, pues la y los aspirantes a la candidatura de Morena ya no ocupan ningún cargo. Ni siquiera recibirá ese bastón el o la candidata del partido, pues lo que resultará de ese proceso no tiene aún ninguna validez legal. La única fuerza de ese ritual inventado por el presidente, será la suya propia: “Yo, el supremo, decido en este acto que ya no seré el supremo”.
Es imposible que abandone sus obligaciones como jefe del Estado, pero ha dicho mil veces que su gobierno responde a la voluntad del pueblo y sus integrantes obedecen a los principios del movimiento que creó. En sana lógica, ceder el bastón de mando en esas condiciones equivaldría a abandonar las obligaciones que le fueron otorgadas en las elecciones del 2018 y que incluyen, obviamente, las decisiones políticas que habrán de tomarse en lo que resta del sexenio. ¿Qué quiere el presidente? ¿Designar a un o una copresidente que no ha sido electa para tomar esas decisiones?
De otra parte, me pregunto qué papel asumirá quien reciba ese bastón de mando. El presidente seguirá al frente del Estado, pero quien reciba ese bastón asumirá la conducción del movimiento por órdenes del líder. ¿Qué decisiones podría tomar un particular sin cargo y que aún no ha ganado una elección, que no requieran de la aprobación del presidente para hacerse válidas? Al despropósito de la abdicación parcial del cargo se sumaría la imposibilidad política y jurídica de hacerlo. Para decirlo con su propio lenguaje, en vez de investir a esa persona de poder, más bien la confirmaría como pelele. “Yo decido que ella manda”.
Por lo demás, la supuesta investidura que tendría lugar en esa ceremonia improvisada no tendría más respaldo que una serie de encuestas, levantadas por un partido. Empero, seguramente se dirá que el bastón no lo entrega el presidente sino el pueblo de México. Y dado que el líder encarna al pueblo, a partir de ese momento se produciría una transmutación divina: el alma del pueblo abandonaría el cuerpo del presidente para trasladarse al de la persona ungida. Con esa lógica abstrusa, la nueva encarnación del pueblo tendría plenos poderes sobre el hombre que solo se hinca donde se hinca el pueblo: “Yo solo obedezco a quien yo ungí”.
A lo largo del sexenio hemos visto muchas ocurrencias y una reiterada necesidad de fabricar rituales para darle contenido al mito de la transformación. Pero esta es quizás la más audaz: una ceremonia que burlará una vez más las leyes electorales, que desconocerá la Constitución, que ignorará la contienda democrática y que entregará mandos y recursos a un particular, por la sola voluntad simbólica del presidente. Otro gesto de supuesta humildad, que no hace más que reiterar la arrogancia de la concentración individual del poder político y la obsesión de pasar a la historia, así sea como su Alteza Serenísima.