Decir que el Inai se creó para esconder la corrupción no sólo es un despropósito mayúsculo sino que es, además, prueba inequívoca de ignorancia o demagogia. Con frases altisonantes e invocando siempre al pueblo, el Presidente ha decidido emprender una ofensiva frontal en contra de cualquier cosa que interpele su interpretación del mundo e intente contrapesar sus decisiones, por encima de cualquier razón. Ya ordenó que ese órgano desaparezca y punto: todo lo demás sale sobrando.

Esa decisión atrabiliaria ignora que el derecho de acceso a la información está plasmado ya como un derecho fundamental en la Constitución y que su mayoría legislativa no le alcanza para extinguirlo. No se puede decidir, así nomás, que las funciones que realiza un órgano autónomo del Estado mexicano las realice otro porque así se le ocurrió al jefe. No se trata de un asunto de burócratas obedientes de la doctrina en uso sino de evitar que los poderes, los gobiernos (todos los gobiernos), los partidos, los sindicatos y cualquier persona que utilice recursos públicos escatime información como le venga en gana. El derecho a saber, conocido como la transparencia, es una pieza principal del régimen democrático. Si se desmantela, como quiere el Presidente, México entraría a la lista oficial de los países autocráticos.

El jefe del Estado olvida o pasa por alto que ese derecho fue producto de luchas sociales a las que él se opuso, desde que fue jefe de gobierno de la Ciudad de México. No fue una concesión graciosa de los gobiernos ni tampoco, como alega, una pantalla para engañar bobos. Se negó durante todo el periodo en el que gobernó el PRI, pese a que desde 1976 se propuso que fuera incorporado como parte de la reforma política de aquellos años. Y no fue sino hasta 2002 cuando, con timidez, se promulgó la primera Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública del gobierno federal. Aquella ley solo aplicaba para el gobierno federal y se refería, con límites, a los documentos públicos que ya existían en los archivos de sus dependencias. El presidente López Obrador ignora el papel que jugó entonces el llamado Grupo Oaxaca y la muy potente coalición política y social que derribó con valentía las resistencias del gobierno del presidente Fox.

Pasaron cuatro años más para que ese primer esfuerzo limitado se extendiera a todas las entidades federativas, por mandato constitucional. Una vez más, fue una extensa coalición de organizaciones sociales, universidades y partidos de oposición la que logró, tras el accidentado comienzo del sexenio del presidente Calderón, que se diera otro paso a favor de la transparencia. Sin embargo, la resistencia de los gobiernos (una vez más, de todos los gobiernos), impidió que el derecho a saber fuera garantizado plenamente: se trataba ya de un derecho ganado a pulso, pero con un cumplimiento fragmentado y procrastinado entre entidades federativas y dependencias públicas.

Así que no fue sino hasta el 2014 cuando —tras la tenaz persistencia de esa coalición social— se logró una nueva reforma constitucional que hizo nacer el Sistema Nacional de Transparencia que dio lugar a las tres leyes generales que lo cobijan, bajo el principio constitucional de máxima publicidad en los asuntos públicos. El Inai surgió como órgano autónomo de Estado para garantizar que ese derecho no fuera conculcado por ningún sujeto obligado a abrir la información. No nació para perseguir la corrupción, sino para garantizar el derecho a saber y, en efecto, hoy sabemos mucho más que en cualquier otro momento de la historia mexicana. Lo que se haga con esa información no es asunto del Inai.

Apenas han transcurrido nueve años desde entonces y hoy, tristemente, vemos que todo ese esfuerzo quiere tirarse a la basura para volver a las épocas oscuras del antiguo régimen. A todas luces, la propuesta del presidente López Obrador es autoritaria de palmo a palmo. Tiene el poder, pero no tiene la razón. Si gana, perderemos todos.

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