No es una pregunta trivial, pues una buena porción de las y los compañeros de ruta de las candidatas (y del candidato) a la Presidencia de la República dan grima. Y aunque durante las campañas han ido refrendando la manida idea según la cual la persona titular del Poder Ejecutivo lo puede todo, lo sabe todo y lo resuelve todo, de sobra sabemos que eso es mentira. La Presidencia la ejerce una sola persona, pero los gobiernos son colectivos. Nadie gobierna solo.
Cuando faltan apenas 40 días para las elecciones, ninguna de las (y el) contendiente nos ha dicho quiénes podrían integrar su gabinete o qué perfiles preferirían. Hay atisbos y conjeturas derivadas de los equipos que les han ayudado a organizar las campañas y a formular sus propuestas temáticas. Pero nada garantiza que ese grupo pasará en automático a la administración pública. A diferencia de lo que sucedía en la época dominada por un solo partido, cuando ciertos personajes notables iban ocupando las carteras encargadas de estudiar temas específicos durante el periodo de campaña, como anuncio velado de sus nombramientos postreros —y de paso, para saber cómo serían recibidos—, hoy es imposible tener alguna certeza.
La pregunta cobra mayor relevancia si se admite que el liderazgo de los tres candidatos está mediado por sus promotores. Ya no estamos ante el ciclo sexenal que inventó el PRI, cuando el último privilegio del presidente saliente era designar a su sucesor a sabiendas de que acto seguido declinaría su poder. Esa monarquía absoluta, sexenal, hereditaria de forma transversal (como definió Cosío Villegas al presidencialismo mexicano de antaño) se acabó al comenzar el siglo XXI. El viejo aparato de poder que se transfería cada seis años, bajo la consigna de la continuidad con cambio, dejó de existir.
Hoy las cosas son muy diferentes. De entrada, el candidato y las candidatas tienen, por así decirlo, poderes prestados: Claudia Sheinbaum es una creatura de López Obrador y su autoridad depende, en todo lo fundamental, del aparato que organizó y dirige el presidente de la República. La candidata Sheinbaum no llegó por su propio pie al lugar que hoy ocupa, sino que subió por el elevador fabricado desde Palacio. Si ganara, tendría que darse a la tarea de construir su propio pedazo de historia, creando su propio grupo de apoyo. Alguien me dirá que lo tiene, porque lo formó en el gobierno de la CDMX. Respondo: aun existiendo, el poder de ese grupo es mil veces menor que el del presidente. Tanto así, que ella misma se ha investido como vocera del circuito mayor. Quien vote por ella el próximo 2 de junio, votará en realidad por la permanencia de AMLO, de su proyecto, su partido y su equipo cercano.
Xóchitl Gálvez no lo tiene más fácil. Por el contrario, animada por el respaldo popular que obtuvo en la fase de selección que la llevó a ganar la candidatura, creyó (quizás) que podría ponerse por encima de los partidos que la postulan. En las vísperas de los comicios, sabemos que esa idea era una quimera o una estrategia mercadotécnica. A la hora buena, han sido los aparatos partidarios los que han estado detrás de cada paso de su campaña y quienes han ido determinando quién entra, quién sale, quién obtiene candidaturas y quién decide la agenda. ¿Cómo podría desprenderse de un día para el otro de ese círculo de poder real, que la convirtió en candidata? El poder consiste en la capacidad de imponer decisiones a los demás y de hacerse obedecer. No es publicidad.
Si ocurriera el milagro de MC (el gol de último minuto al que apela Máynez) la pregunta es todavía más pertinente: ¿podría el candidato electo tomar alguna decisión sin consultarla con Dante Delgado? ¿Qué autonomía tendría, sin más respaldo que su sonrisa, ese joven presidente de México?