Nadie debería tomar a la ligera la ofensiva del presidente Trump en contra de México y de los mexicanos. No hay duda de que se trata de uno de los episodios más difíciles en la ya de suyo, conflictiva, tensa y desafiante relación que nos ata a nuestro poderoso e invasivo vecino del norte. Las amenazas que hay detrás de las órdenes ejecutivas ya giradas desde la Casa Blanca podrían hacerse realidad en cualquier momento, convertidas en aranceles imposibles, en impuestos y restricciones a las remesas, en violencia militar en la frontera o en las deportaciones o en una intervención directa para capturar a algún líder de los cárteles. La escalada pende de un hilo.

Sin embargo, lo cierto es que los problemas que más nos atribulan no fueron creados ni inventados por la prepotencia imperialista de Donald Trump. La fuerza de los cárteles es el resultado de la debilidad, la corrupción y la impericia del Estado mexicano para hacerles frente. Sí, su éxito financiero también se debe a la existencia del consumo de drogas en los Estados Unidos y a las redes de complicidad que distribuyen allá, en su territorio, las que se producen en el nuestro. Y sí, también es cierto que las armas que emplean los criminales se venden del otro lado de nuestra frontera. Pero el tamaño del problema que hoy vivimos no obedece sino a la impotencia del gobierno mexicano.

Lo mismo debe decirse de nuestra dependencia energética de los Estados Unidos, que no podría explicarse sin reconocer los errores y los excesos cometidos en la gestión de Pemex. O, en otro plano, de la relevancia que han cobrado las remesas enviadas desde allá, cuyo volumen es directamente proporcional a la incapacidad de nuestra economía para ofrecer un horizonte de vida digna a quienes decidieron emigrar y a quienes de manera lícita o ilícita han contribuido tanto o más que los programas sociales del Estado a reducir los márgenes de la pobreza en México. Sin ese dinero, que supera los montos recabados por la exportación de petróleo, y sin sus vínculos con los mercados informales (y con el dinero producido, distribuido y lavado, también, por los cárteles) el gobierno mexicano no podría presumir los éxitos de los que tanto se jacta por la modesta reducción de la desigualdad.

El país ya enfrentaba, mucho antes de la llegada de Trump a este segundo mandato, los barruntos de una tormenta política y social derivada, a un tiempo, de la falta de crecimiento económico (el más bajo de nuestro continente); de la violencia cada vez más extendida por nuestro territorio; y de la fragilidad de nuestro Estado de derecho, corrompido y vulnerado por la codicia y la ambición. Que el crecimiento de México sea mucho menor que su tasa de inflación, que las inversiones privadas se hayan detenido por la ausencia de certeza jurídica y por la expansión de los grupos criminales sin castigo ni control; y que los compromisos financieros asumidos por el gobierno mexicano para sufragar los descalabros de su industria petrolera, sus obras faraónicas y sus programas clientelares de reparto de dinero, estén amenazando ya sus calificaciones crediticias y su capacidad de pago a proveedores y acreedores de corto plazo, no puede atribuírsele a los manotazos del ogro americano.

Empero, la conversación y la deliberación pública del país se han anclado en Donald Trump. Los descalabros de la elección judicial improvisada han pasado a un segundo plano; casi nadie discute el Plan C aunque sus secuelas sigan siendo impredecibles: hay más preocupación por los migrantes deportados que por los pueblos y las familias desplazadas por la violencia criminal; y el gobierno mexicano ha encontrado en la ofensiva del estadunidense el argumento ideal para llamar a la unidad patriótica. Les ha venido como anillo al dedo.

Investigador de la Universidad de Guadalajara.

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