Hay cinco desafíos que, aún en sobremesa familiar, rebasan mi capacidad de imaginar soluciones inmediatas. Cuando me replican: ¿bueno y tú qué harías si fueras presidente? Mi respuesta de cajón es: honraría los lemas que guiaron el gobierno tabasqueño de González Pedrero en los ochentas: hablarán los hechos; y por el bien de todos, primero los pobres (en ese orden). Y luego añado: buscaría consejo experto para hacer valer esos principios porque la demagogia puede ser útil al llegar, pero se agota inexorablemente con el tiempo.

Entre esos cinco, hay tres que se han ido enredando por falta de pericia: la inseguridad, la corrupción y (déjenme llamarle así) el hoyo negro de la economía. Los tres son, a un tiempo, causa y consecuencia de las malas decisiones que han venido tomando los gobiernos. La inseguridad está asociada a la debilidad del estado de derecho y esta explica, en buena medida, la persistencia de la corrupción y de la impunidad que, a su vez, sangran los presupuestos públicos y van minando los dineros.

Son síntomas de una enfermedad más grave: la de haber convertido al Estado en un botín de guerra y justificarlo mediante la práctica histórica de culpar de todo a los gobernantes anteriores. Ningún periodo de la historia mexicana ha escapado de esa lógica: “Dadme todos los poderes, que yo solucionaré todos los problemas”. Pero no es así, porque los problemas públicos solo se arreglan cuando se atajan sus causas con visión de largo aliento; cuando hay reglas del juego que se cumplen y se hacen valer (eso que llamamos instituciones) y cuando hay profesionales acreditados en la operación cotidiana de las oficinas públicas y evaluados sobre la base de sus resultados efectivos.

Aunque los hechos demuestren lo contrario, nuestros gobiernos salen al paso con palabras. La inseguridad es cada vez peor, pero dicen que los índices van bien y que ya están desmantelando a los grupos criminales; la corrupción aparece por todas partes, pero dicen que ya están castigando a los corruptos; el dinero público se está acabando, pero dicen que hay de sobra para dar y repartir. Podría seguir, pero no hay espacio suficiente. Basta abrir los ojos para advertir que nuestras administraciones públicas están rebasadas, que son incapaces de cumplir con sus cometidos básicos y que, para calmar las aguas, no están haciendo nada más que repartir dinero (cosa que seguirán haciendo mientras tengan y mientras la inflación no cancele el poder adquisitivo de los platos de lentejas).

Los otros dos problemas no pueden achacarse al gobierno, pero podrían dañarnos menos si se actuara con más talento y menos demagogia: me refiero a la ofensiva emprendida por Donald Trump contra las y los mexicanos y al creciente deterioro de los recursos naturales, incluyendo el calentamiento global y la angustiante falta de agua. Sobre lo primero, creo que las cosas se pondrán peor, pues dudo que la cabeza fría de Sheinbaum sea suficiente para apaciguar la furia del presidente Trump. La duda es, acaso, qué hará la presidenta mexicana cuando este conflicto escale. ¿Se atará al mástil del nacionalismo mientras pasa la tormenta? ¿O pactará una suerte de TLC para la seguridad, la paz y el desarrollo regional? De esa decisión dependerá el curso de los primeros, porque todos están tejidos en esa relación inevitable.

Por último, el del medio ambiente es un tema de gestión de autoridad. Mientras prevalezca el desorden que hoy gobierna nuestro sistema federal no habrá manera de cuidar el trozo de tierra que habitamos ni de evitar la caótica urbanización, la deforestación y el agotamiento de la feracidad y del agua que todavía tenemos. Pero en ese caos ofrecen un millón de nuevas viviendas de 60 metros.

Lo dicho: nuestros problemas no tienen salidas.

Investigador de la Universidad de Guadalajara

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