En un país como el nuestro, es lo que se acostumbra este día: desear buenas cosas a los demás. O dicho de otro modo, compartir con otros lo que uno desea con la esperanza de que sea acogido con simpatía o mejor aún, como lo pedía Kant, soñar en que todas las personas actúen de tal modo que su conducta pueda volverse, al mismo tiempo, una ley universal y que nadie considere a nadie como un medio para sus fines. Buenos deseos para que el mundo que nos rodea (o al menos nuestro mundo de vida) sea mejor.
Deseo, pues, que el proceso electoral en curso sea solamente eso: un proceso más en el que diversas opciones políticas se presentan ante las y los electores para organizar nuestra convivencia sin que ninguna de ellas aspire a destruir a las otras. Que eso que llamamos democracia (el poder del pueblo) no equivalga a asumir su representación como si todas las personas pensaran lo mismo y actuaran igual, desechando cualquier diferencia y anulando con violencia los disidentes. Deseo sinceramente que al llegar el próximo mes de junio existan todas las condiciones propicias para que la gente decida con libertad, sin presiones, sin encono, sin miedo y sin odio, lo que prefiere para el país.
Deseo que esas decisiones sean respetadas y que nadie tenga argumentos válidos para alegar que los votos fueron manipulados o que las reglas electorales fueron violadas. Que el día siguiente de los comicios sea pacífico y podamos seguir adelante sin contener el aliento por las secuelas de un conflicto sin solución. Que quienes pierdan la mayoría o no alcancen las cifras que buscan, acepten que la convivencia armoniosa entre personas, propuestas, programas, ideologías y miradores distintos no es una anomalía que debe ser erradicada con furia sino lo que define a cualquier sociedad civilizada y pacífica.
Deseo también que la mezcla de odio, violencia y fragmentación que nos ha lastimado tanto durante el 2023 pierda vigencia al renovar nuestro calendario. Que la prepotencia de los grupos armados y la crueldad con la que afirman su identidad colectiva desaparezca, así sea por la conciencia de la estupidez autodestructiva que arrastran. Deseo que esos grupos no tengan aspiraciones políticas, que no quieran imponer o censurar candidaturas, ni coaccionar votos, ni financiar campañas, ni violentar la jornada electoral, ni quemar o robar urnas, ni declararse en rebeldía ante los resultados. Deseo, en fin, que el crimen organizado no imponga su voluntad en ningún lugar del país.
Deseo que la vuelta al crecimiento económico, las remesas y las inversiones, se multipliquen en los próximos meses y que los programas sociales del gobierno de México lleguen a quienes realmente los necesitan. Que la combinación de esas transferencias y la creación de nuevos empleos permanentes ofrezcan un horizonte de esperanza a las millones de personas que siguen ancladas en la pobreza y que, en los próximos meses, se extienda la convicción de que la tarea más relevante de los gobiernos, la ciencia, la tecnología y los mercados no es otra (ni puede ser otra) que incorporar al mayor número posible de seres humanos a una vida digna y dichosa. Que se entienda que no hay mayor desafío universal que darle cabida y destino a más de 4 mil millones de seres humanos que hoy están excluidos y marginados (incluyendo a los casi 50 millones de mexicanos que están en esa misma situación).
Deseo que quien lea estas líneas no piense que están escritas con sorna, porque cada uno de esos deseos parece imposible. Que creamos, así sea por ingenuidad, que el país no está inexorablemente condenado a la violencia política, criminal y mediática que lo está ahogando. Que alguien las lea, que entienda y pase la voz, porque entre seres humanos sensibles podemos crear lo que no existe.
Investigador de la Universidad de Guadalajara