No hay duda de que el incremento sistemático al salario mínimo fue una de las mejores decisiones de AMLO. Los resultados de la ENIGH prueban que ese ha sido el motor principal de reducción de la desigualdad por ingreso entre los hogares mexicanos, respaldada a su vez por las remesas y por la transferencia de recursos que han apoyado a siete de cada diez familias de manera sostenida. Nadie sensato debería escatimar el reconocimiento al gobierno de la 4T por esos resultados.
Sin embargo, también sería prudente reconocer que esas decisiones se fueron forjando desde mucho antes. Cuando López Obrador las hizo suyas, ya contaban con estudios acabados y un amplio consenso nacional. Las transferencias focalizadas a través de programas sociales destinados a las familias cuyos ingresos propios eran insuficientes para acceder a la canasta básica, se discutieron mucho desde el siglo previo, mientras que el incremento al salario mínimo como ariete contra la desigualdad se volvió un debate nacional, al menos, desde el 2014.
Tengo presentes las deliberaciones convocadas por El Colegio de México al final de los ochentas, respecto el Programa Nacional de Solidaridad. El debate giraba desde entonces en torno de la pertinencia de llevar a cabo transferencias generales o de focalizarlas en las personas más pobres. Los criterios para evaluar esos programas surgieron ya en aquellos años (con estudios como los que publicaron John Scott o Santiago Levy) a favor de las transferencias progresivas que contribuían a disminuir las brechas de ingreso entre individuos; y castigar los regresivos, cuyos recursos se redistribuían sin distingo entre personas pobres y no pobres.
No se necesita un gran esfuerzo de memoria para recordar que en 2004 se promulgó la Ley General de Desarrollo Social que reguló la focalización de esas transferencias y ordenó, entre otras cosas, la publicación de padrones de beneficiarios y la creación del Coneval. Y también se prohibió, por cierto, usar esos dineros con fines partidistas. ¿Cuántas veces escuchamos? “Este programa es público, ajeno a cualquier partido político...”.
Y ya desde el 2013, Ricardo Becerra (quien fungía entonces como subsecretario de Economía del DF, cuyo titular era Salomón Chertorivski), propuso un debate nacional sobre la importancia del incremento del salario mínimo como condición para combatir la desigualdad de ingreso en el país. Miguel Ángel Mancera hizo suya esa propuesta y convocó, en mayo de 2014, a un grupo de expertos para hacer posible ese incremento gradual del salario mínimo que, en su momento, contó también con el respaldo, entre otros, del Programa Universitario de Estudios del Desarrollo de la UNAM. Más tarde, en 2015, el Consejo Económico y Social de la Ciudad de México publicó: Del Salario Mínimo al Salario Digno, con textos escritos por Becerra y Chertorivski y por Mariano Sánchez, Enrique Provencio, Graciela Bensusán o Luisa María Alcalde, entre otras voces comprometidas con el tema.
¿Hay algún desdoro en que los motores principales de los resultados mostrados por la ENIGH hayan sido concebidos antes de la entrada de AMLO a la Presidencia? Por supuesto que no. Los gobernantes no son, ni deben ser, demiurgos: dioses impolutos que conciben todo y armonizan todo. Lo que deben hacer es tomar buenas decisiones, escuchando a los demás.
Si alguna lección cabe retomar de estas memorias es precisamente esa: que la polarización absurda y enconada nos debilita a todos. Nadie en su sano juicio desea que México fracase y aquí hay un ejemplo afortunado: el presidente López Obrador hizo, en ese caso, lo correcto: escuchó a otros, hizo suyas ideas y experiencias previas y tomó decisiones acertadas. Ojalá, por el bien de todos, este caso alumbre a otros.
Investigador de la Universidad de Guadalajara