Fuera de las críticas ya esgrimidas respecto de la participación de AMLO en la ONU —la falta de mención de asuntos internacionales relevantes y que el Consejo de Seguridad no es el espacio donde deben darse ese tipo de mensajes—; el discurso del presidente tuvo algunos aciertos. Es evidente que valores como la generosidad y la solidaridad humana brillan por su ausencia en esta época. No idealizo el pasado —a la mejor nunca hemos sido generosos ni solidarios— pero es penoso lo que vemos actualmente, por ejemplo, con la vacunación. Es inaceptable y vergonzoso que haya más de 240 millones de dosis sin utilizar —y a punto de caducar— concentradas en EU, Canadá, la Unión Europea y el Reino Unido, mientras otros países no han vacunado ni a 2% de su población. Esto se explica, en parte, por lo que dice el presidente: no hemos sabido someter a los poderes salvajes de las farmacéuticas ni diseñar un mecanismo mundial de distribución equitativo.

Repito: a lo mejor nunca hemos sido solidarios, pero en plena crisis sanitaria global y cuando sabemos que todos estamos en riesgo si no vacunamos a la mayoría de la población (es decir, también juega aquí el autointerés), y más aún, cuando existe la tecnología y la infraestructura para dotar de vacunas a los menos aventajados del planeta; la distribución de las vacunas a nivel global es, como dijo Gordon Brown, exprimer ministro de Inglaterra, uno de los fracasos más estrepitosos de política pública en la historia. Yo agrego que es la derrota moral más ominosa de nuestros tiempos.

Todo esto lo dijo con otras palabras el presidente y tiene razón. También comparto su postura de que el poderío militar no brinda seguridad y que deberíamos transitar hacia un modelo de gobernanza mundial en donde los más aventajados —billonarios, corporaciones y países— tengan el deber de contribuir económicamente para sacar de la pobreza a millones que viven con menos de dos dólares diarios. Lo que propuso el presidente es, básicamente, una reforma fiscal de escala global (al fin y al cabo, esa contribución que propone es un impuesto a la riqueza) que mitigaría la desigualdad rampante que nos rodea.

Sin embargo, lamento que en esta parte del discurso el presidente sea farol en la calle y oscuridad en la casa. Cuando habló de poderío militar no pude evitar pensar en la militarización que estamos viviendo. Los militares cada vez tienen más poder en nuestro país. Están en todas partes: construyen aeropuertos, siembran árboles, controlan aduanas y puertos, remueven sargazo de playas, persiguen migrantes, etcétera. Y lo más preocupante: se encargan de la seguridad pública, cuya naturaleza debería ser civil. Lo que dijo el presidente es una contradicción brutal: si la seguridad él no la entiende como poderío militar, entonces, ¿por qué ha militarizado nuestra seguridad pública? ¿Cómo no darse cuenta de tamaña contradicción?

Luego habla una gran reforma fiscal global y aquí en México dejó pasar el momento de mayor legitimidad política para hacer una reforma semejante: que lleve a los que tienen más a pagar más. Ese momento fue después de su triunfo en el 2018. Tenía el poder y el capital político para proponerla e impulsarla en el Congreso, pero no lo hizo porque prometió no aumentar impuestos. Pensé que era un dogma, una más de sus ideas fijas en las que nunca cedería a pesar de todos los argumentos razonables en contra, pero ayer me quedó claro que no es así: él sabe que la única manera de reducir la desigualdad —de poner primero a los pobres— es a través de las contribuciones de quienes más tienen; entonces, otra vez me pregunto, ¿por qué no lo hizo aquí? ¿Por qué se resignó a seguir con el mismo modelo fiscal que perpetúa la concentración de la riqueza en unas cuantas manos?

Por último, existe en el discurso del presidente —no sólo en el de ayer— una confusión conceptual no menor. Atribuye todos los males del mundo a la corrupción. Pero si todo es corrupción, nada lo es. La corrupción es la violación de un deber posicional —un deber que deriva de una posición que se asume voluntariamente, por ejemplo, ser funcionario público— en aras de obtener un beneficio personal. No sólo se da en el ámbito público e implica la deslealtad a un sistema normativo que puede ser moral o jurídico, ya que incumplir con los deberes de cierto cargo no es necesariamente inmoral, por ejemplo: nadie se atrevería a calificar a Schindler de corrupto cuando sobornó a los jefes de los campos de concentración para salvar a no pocos judíos. También la corrupción necesariamente conlleva secrecía. Todo esto conforma el fenómeno de la corrupción. Muy distinto a otros problemas que enunció el presidente: la cooptación de lo público por los intereses privados, la socialización de las pérdidas y la privatización de las ganancias, la pobreza y la desigualdad. Todos estos son males que requieren solución, pero ni son causados únicamente por la corrupción, ni pueden ser calificados como actos corruptos en su totalidad.

Aquí el análisis, la distinción y los matices sí importan, porque el primer paso para solucionar un problema es nombrarlo correctamente. Y más en un discurso en el segundo órgano más importante de la ONU.

Abogado y analista político.
@MartinVivanco

Google News

TEMAS RELACIONADOS