Decía Octavio Paz que los seres humanos estamos hechos de tiempo. Es cierto: somos tiempo. La misma idea moldea la democracia. No hay democracia sin cierta concepción del tiempo. Para que ésta tenga sentido, debe haber una creencia en que el futuro puede ser mejor que el presente, no por azar ni por intervención divina, sino por confección humana. Que el futuro sea moldeable por lo que decidamos colectivamente es, acaso, la piedra de toque del edificio democrático.
Esto no siempre ha sido así. En la Edad Media la tradición fijó un orden social que se creía que provenía de uno natural. No fue sino hasta la Reforma y la Ilustración que el futuro pasó a ser una cuestión política. La idea del progreso se instaló como una meta a alcanzar, ya no desde lo individual sino desde lo colectivo. No fueron, pues, casuales las revoluciones atlánticas y su inclinación por el autogobierno y la democracia. El futuro se convirtió en un objeto a la mano, algo a ser pensado, calculado y trazado. El cambio no fue menor. Así, todas y cada una de las ideologías políticas que emergieron tuvieron una concepción de futuro. El socialismo iba a dar paso al comunismo, el liberalismo al progreso gradual hacia un régimen ideal, el fascismo a un futuro radical basado en acciones transgresoras de la tradición y en un presente intolerable (así lo dice Marinetti en su “Manifiesto Futurista”).
Ahora, la relación entre futuro y democracia ha cambiado. Como dice Jonathan White, profesor de la London School of Economics, vivimos en el tiempo de la emergencia.[1] El colapso financiero del 2008, la pandemia de Covid-19, los desastres naturales derivados del cambio climático son emergencias que recalcan la incertidumbre de nuestros tiempos y la idea de un futuro abierto, es decir, de que no todo está escrito y de que algo podemos hacer para remediarlo. Y si bien esto empata con la noción de la política democrática como ese espacio de construcción de futuro, también puede dar paso a soluciones efímeras y a pulsiones autoritarias.
“Un mundo lleno de peligros y emergencias cultiva la idea de que la elaboración de la política pública como una respuesta a la necesidad —de evitar peligros en lugar de alcanzar objetivos previamente escogidos”.[2] Se impone la inmediatez, lo que hay que hacer ya; en lugar de lo que queremos hacer —algo ajeno al ideal democrático en donde el futuro se debe escoger, no imponer.
Algo de esto vemos en la actual crisis de seguridad en México. Se ha hablado tanto de estrategia, de cambios en la misma, de distintas políticas públicas, de todo, sólo para acabar siempre en estado de emergencia. Hoy es el Plan Michoacán, como lo han sido dos anteriores en el sexenio de Peña y de Calderón. Como, en su momento, también fue un plan para Juárez. Hoy se tiene intervenido Sinaloa por una emergencia, y de repente se incendia Guanajuato o Guerrero. En su momento fue la zona de la Laguna, y un plan especial, sólo para enterarnos después de que Zacatecas está al borde del colapso. El ciclo es el mismo: algo horrible sucede, interviene el gobierno, se salta normas, procedimientos, congresos y constituciones. Viola soberanías, militariza, fiscaliza, captura, invierte y sale. Y al poco tiempo, ocurre otra tragedia y se repite el mismo antídoto. Algunos plantean ideas ambiciosas, profundas y llenas de sensatez: “desaparezcan poderes”, “que EUA intervenga, háblenle a Trump para que nos salve”. Sí, ríase.
Me pregunto hasta cuándo seguiremos así. Tenemos un secretario de Seguridad, Omar García Harfush, competente, sí, pero de nada sirve si los demás niveles de gobierno no asumen su responsabilidad. El problema ya es endémico. Vemos peligros por doquier porque los hay. Y “un futuro lleno de peligros por venir tiende a ser experimentado como un futuro al que se reacciona y que no se confecciona”. Todo se vuelve problema inmediato y nada solución a largo plazo.
Sin embargo, en un mundo de emergencias, las crisis, que a todos nos atañen, pueden tener ciertas virtudes. Los desastres y las calamidades no se reducen a experiencias individuales. Por su propia naturaleza, afectan a muchos y, por lo tanto, son “experiencias colectivas que subrayan la interdependencia de nuestros destinos”.[3] El renacimiento de la solidaridad y la cooperación pasa por enfrentar un predicamento común.
Si la actual crisis de seguridad no nos une e interpela a todas las autoridades a pensar en una solución de fondo y a largo plazo, no sé qué lo hará. Y no hay de otra más que construirla para la democracia y desde la democracia. No sólo porque todos debemos ser corresponsables, sino porque lo contrario sería legitimar una solución autoritaria y cortoplacista. Se necesita fortalecer las instituciones, no a las personas. Las primeras perduran; las segundas, no.
@MartinVivanco
[1] White, Jonathan, In the Long Run. The future as a political idea, Profile.
[2] Ibidem, p. 152.
[3] Ibidem, p. 159.

