La presidenta ha anunciado una reforma electoral. Comenzaré por lo obvio: no es una reforma más, se trata de un cambio fundamental que pretende modificar las reglas sobre cómo se distribuye el poder político. Es decir, no se trata de un cambio cosmético, sino profundo, ya que la normativa electoral decide cómo acceder a una posición de poder e impacto colectivo. No es menor, el cómo determina el quién. Por eso, en un mundo ideal, este tipo de modificaciones precisan del mayor consenso posible. Los jugadores deben estar de acuerdo con las reglas del juego; de lo contrario, el juego carece de sentido porque, de antemano, sus resultados serán cuestionados. Otra vez resalto lo obvio: las reglas determinan los resultados. Si en un partido de fútbol uno de los equipos no acepta qué cuenta como un gol o las reglas de amonestación, entonces tampoco asentirá a los resultados del partido.

Dicho esto, me temo que veremos otra vez la cerrazón del oficialismo al diálogo y al consenso. Tratarán de convencer a sus aliados partidistas de votar en bloque y avasallar a las oposiciones. Así, me temo que será la primera vez desde 1977 en que pase una reforma electoral sin la participación real de todas las fuerzas políticas. Hay mucho que decir sobre las propuestas anunciadas y conforme se envíen las iniciativas de reforma las analizaré en este espacio. Hoy me quiero concentrar en un punto que se me hace gravísimo: la reducción del financiamiento público a los partidos políticos.

Estoy consciente de que los partidos gozan de mala fama. Muchos se han manejado como negocios particulares y entidades acomodaticias al poder en turno. Han utilizado el presupuesto como cuenta bancaria particular de algunos líderes corruptos. Es cierto. Pero el antídoto a estas prácticas no es eliminar el financiamiento público; al contrario. El presupuesto debería fungir como mecanismo de control para evitar estas prácticas.

Va una verdad de Perogrullo: las elecciones cuestan, la democracia electoral es bastante costosa. Las campañas electorales son, entre otras cosas, unidades económicas donde hay trabajadores temporales y un sin número de gastos: lonas, volantes, publicidad en redes, nómina, utilitarios, etcétera. Así son y han sido en todos los países del mundo en donde se celebran elecciones. Pero hay una razón detrás de estos costos: garantizar resultados democráticos. Hay dos tipos de financiamiento electoral: público —es decir, a través de los ingresos estatales— o privado, — a través de las contribuciones voluntarias de ciudadanos o empresas y del patrimonio del propio candidato. Ambos tipos de financiamiento responden a principios distintos. A grandes rasgos, el privado busca privilegiar la libertad de disponer del patrimonio propio; el público, en cambio, busca garantizar la equidad en la contienda, es decir, que exista una cancha pareja entre los contendientes para que el resultado lo determine la ciudadanía y no el dinero.

Desde la reforma electoral de 1996 en México se ha intentado garantizar el segundo principio. En ese año se introdujeron las bases del principio de equidad en la contienda en la Constitución, mismas que se consagrarían con la reforma de 2007. Esta modificación no tardó en dar frutos: en 1997 el PRI perdió su histórica mayoría en el Congreso de la Unión. Y a partir del año 2000 hubo alternancia en todos los órdenes de gobierno a lo largo y ancho del país. Hoy que está de moda criticar la época de la transición, creo que podemos aceptar que, por lo menos, en esto sí hubo un proceso de democratización.

La democratización sólo es posible cuando los distintos partidos tienen recursos para competir y ofrecer alternativas reales de representación a la ciudadanía. Sí, hay malas prácticas. Sí, ha habido corrupción. Sí, hay que reorganizar el presupuesto de los partidos. A todo eso, sí. Pero es un gran error pensar que quitando el financiamiento público desaparecerán todos los problemas. No hay mejor estrategia para entregarle el poder público a quienes lo puedan financiar que ahogarlo económicamente.

El financiamiento privado captura a los candidatos. Si una empresa financia la campaña de un diputado, dudo que ese legislador vaya a votar después por gravar los ingresos de la actividad de esa empresa. El impacto es claro: cuando hay dinero privado de por medio los representantes no obedecen al mandato de sus electores, sino de sus financistas. Y cuando eso pasa, entonces vivimos un régimen distinto: no una democracia, sino una plutocracia. El que paga manda. Vaya contradicción: la supuesta izquierda defendiendo una posición libertaria a costa de la equidad.

Abogado

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