La muerte se ha instalado en la conversación cotidiana. Prendemos el televisor, tocamos las pantallas de nuestros celulares y vemos imágenes evocando a la muerte. Cada cierto tiempo vienen a mi cabeza retratos de personas saliendo de sus casas envueltas en esas cápsulas que parecen espaciales. Parecen objeto de un experimento, algo del virus les quita humanidad, por momentos son sólo objetos. Ellos no deciden: su físico -su alma- es un asunto de Estado. Hay una expropiación de la conciencia, como diría Arnoldo Kraus. Y, a su vez, una preocupación enorme por la vida.

Por eso hay algo que llama mi atención de lo que vivimos. En sociedades donde el horror se ha vuelto moneda corriente –nada más en México se asesinan a casi 100 personas diario- un virus invisible, inenarrable, ininteligible, ha hecho predominante el discurso a favor de la vida. Hoy la vida a todos preocupa, es el mayor bien a conservar. Y suena muy bien, el problema es que no corresponde con la realidad.

No es cierto que nos importe tanto la vida. Si esto fuera así, no hubiéramos permitido la precarización de nuestros sistemas de salud al grado que los tenemos hoy. Tampoco habría miles de ahogados en el Río Bravo y en el Suchiate, es decir, miles de migrantes muriendo por querer una vida mejor. Si nos importara tanto, no habría tantos seres humanos viviendo vidas fantasmagóricas, porque como sociedad les hemos quitado toda pizca de dignidad. Hay vidas hoy que son más bien “no-vidas”, y eso no nos importa mucho. Tampoco habría tantas mujeres muertas por haber abortado en situaciones de riesgo, o tanta incomprensión frente al fenómeno del feminicidio. Ahora resulta que sí nos interesa la vida, pero no nos concernió mucho cuando empezaron a desaparecer, por millares, las mujeres en Juárez. Ahora sí nos preocupa mucho la vida, pero siguen los tontos útiles defendiendo al Calderonato cuando comenzó una guerra que cobró más de 100 mil vidas. Insisto: no es cierto que nos importe tanto la vida.

Lo que cambió es que este virus se puso en medio de nuestros planes de vida; no sólo de los más pobres. Y los más acaudalados no podemos permitir eso. Por tanto, como cada contacto humano es un riesgo de muerte, hay que atrincherarnos. Atrincherarnos pero no de forma absoluta. Las murallas sólo excluyen al extraño, al que está fuera de nuestro círculo, porque no sabemos “a quien puede ver” o “su nivel de responsabilidad individual”. Eufemismos que en realidad quieren decir: personas que no comparten nuestro estilo de vida y “valores”. La amenaza de muerte, aunque sabemos que viene de todos, la adscribimos más a unos cuantos. Porque en realidad no estamos tan ciegos ante el otro México: lleno de carencias, de hacinamiento, de injusticia. Todo eso lo sabemos, pero decidimos ignorarlo, claro, hasta que puede afectar nuestra vida. Sólo prestamos atención, hoy, para perpetuar los esquemas de desigualdad y opresión; excluyéndolos más.

Que un virus amenace nuestra vida es, simplemente, inaceptable. Todos métanse a sus casas, arresten a los desobedientes. ¿Qué no han visto en la tele el loguito ese, bien bonito, de “quédate en casa”? ¿Qué no entienden? ¿Cómo que hay personas sin casa? ¿Cómo que tienen que ir a trabajar porque si no, no comen? Pues que los ayude el Estado, para eso medio pago mis impuestos. Que no nos vengan con el cuento de que el Estado no tiene dinero, claro que lo tiene. Si no tiene, que lo consiga; faltaba más. Eso del Estado mínimo es hasta que nos conviene. Ahora sí que entre el Estado porque es un asunto de vida o muerte y siempre nos ha importado la vida, y mucho.

Nos importa la vida hasta que un extraño enemigo –hoy ese virus omnipresente- amenaza la nuestra. Ahí se activan los resortes de la preocupación por lo vital. No importa que se mueran de hambre si no salen, no importa que tengamos que regresar a miles de migrantes a los lugares donde los quieren matar; lo que realmente importa es que son un riesgo para nuestra vida. Y como se sabe, siempre nos ha importado la vida. Ajá.

@MartinVivanco

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