Mi padre murió la semana pasada. El 10 de mayo, para ser exacto. No murió de Covid, como muchos sospecharon y preguntaron, sino de una enfermedad larvada por décadas en su organismo que, al final, lo venció. Morir en estos tiempos no es sencillo. Las muertes de hoy por el virus son muertes complejas, en donde el enfermo se va afantasmando al ritmo de un descenso de su capacidad respiratoria hasta fenecer. Luego viene la otra parte, la parte “cabrona” de la muerte, como decía Carlos Fuentes, porque “no nos mata a nosotros sino a los que amamos”. En estos tiempos, vivir la muerte es más difícil –más cabrón- todavía.
Si salir se ha vuelto complicado, salir a enfrentar la muerte de un ser querido es un calvario. Una cascada de pensamientos y emociones se entremezclan con nuestro instinto de supervivencia. Mientras uno quiere concentrarse sólo en despedirse y empezar el duelo, hoy hay que preocuparse por muchas otras cosas. Mientras se va por el cuerpo, se hacen las llamadas a las autoridades y se contrata el servicio funerario; hay que usar tapabocas, ponerse guantes, cargar con gel antibacterial. No puedes saludar a nadie como acostumbras y todos se mueven bajo un velo brumoso, un aire de secretismo gracias a su rostro tapado. Quieres abrazar a tu mamá y a tu hermana, pero te invade un sentimiento de alerta inconsciente que desgarra el momento íntimo.
Los médicos legistas arriban al lugar temerosos de enfrentarse con el virus. Uno piensa en lo que en lo que imaginaba debería ser ese momento, sólo para encontrarse con la realidad de que nada pasa como se tenía planeado. No hay funeral, ni velación, ni rito alguno. Todo se hace rápido. Entregas un cuerpo a la funeraria, esperas, y te regresan una pequeña urna con cenizas. Tus seres queridos, tus amigos, titubeantes, no saben qué hacer. Te llaman, mandan mensajes de texto, y no se atreven a preguntarte si habrá algún tipo de congregación para despedir a quien ya se fue. No quieren ser insensibles y preguntar algo “obvio” –la prohibición de actos colectivos-; aunque en estos tiempos nada es obvio. Algunos llegan a tu casa vestidos como astronautas para acompañarte en el momento. Algunos te piden permiso para abrazarte, para poder tocarte y lograr algo del solaz que sólo emana del contacto humano.
Luego viene la burocracia de la muerte. Vivimos en sociedades donde los lazos de solidaridad y confianza se han agujereado tanto que el fenecimiento de cualquiera de nosotros está marcado por el sello de la desconfianza. Tras la muerte, empieza un recorrido surreal de oficinas gubernamentales para comprobar un hecho: que alguien murió, que tu papá ha muerto. Un hecho que tú viste con tus ojos, pero que tienes que demostrar con un sinnúmero de papeles. Te piden actas, credenciales, números. Y luego actas de las actas, credenciales de las credenciales, números de los números. En cada dependencia los requisitos varían. La comprobación de un mismo hecho, la muerte, no es la misma para IMSS que para el ISSTE o el Registro Civil. Como si el último soplo de vida mutara de naturaleza en virtud de la institución encargada de gestionarla. Te piden documentos “actualizados” de quien ya partió. En un momento llegué a pensar que pedirían que mi padre se apersonara a firmar algo para dejar constancia que ya no vivía.
Todo esto impide algo fundamental: el comienzo del duelo. El duelo es una conversación con el pasado, con ese universo que se creó entre quien se fue y se queda. Es un ejercicio de
retrospectiva cuyo fin es dotar de sentido a la muerte. Para que empiece, lo primero que hay que lograr es un poco de paz en los deudos. Esa paz se dificulta más en momentos como éste donde cada salida para un trámite implica el riesgo de contraer una enfermedad mortal; donde la sobreinformación transmuta en un estrés ya crónico en muchos de nosotros; donde varios servidores públicos son expuestos a esta maldita peste sin el correlativo respeto de la ciudadanía. Esto último se nota en sus rostros ojerosos, en su trato un tanto frío; no porque sean irrespetuosos, no, sino al contrario: porque nosotros no hemos valorado lo que hacen, exponiéndose diario para que nuestras vidas continúen acaso con un atisbo de normalidad.
Regreso al duelo. Para que comience, se requiere que el muerto pase a ser difunto. En latín, difunto significa: “el que ha cumplido, el que ha terminado”. Repaso el libro “La Morada Infinita. Entender la vida, pensar la muerte”, de Arnoldo Kraus, para encontrarle palabras a mis emociones. Parafraseo algunas ideas de Arnoldo. Los que hemos perdido a alguien precisamos acercarnos a la muerte, escrutarla, tornarla comprensible. Necesitamos honrar a quien se fue. Recordar su vida, nuestra vida, e ir construyendo su significado. Eso permite saber “cómo cumplió y qué terminó” quien ya se fue y eso lo torna en difunto; ya no sólo será muerto. Eso requiere de paz, de sosiego, algo muy difícil de conseguir en estos días.
Mi familia y yo, a pesar de lo duro que han sido estos últimos días, sabemos que somos privilegiados. Tenemos los medios para protegernos del contagio, tenemos techo y alimento; y una red afectiva que nos ha ayudado a transitar por este doloroso proceso. Pero hay millones de personas que no tienen nada de esto y hay miles que están pasando por algo similar, en condiciones francamente indignas. Al escribir estas líneas, el número de muertos por Covid asciende a 5, 666. A ese dato agreguemos a las 100 personas que asesinan diario en nuestro país. Sumemos, además, las muertes por enfermedades prevenibles, curables, como la diabetes o enfermedades cardiacas que ascienden a 250 mil al año. Somos, literalmente, millones en duelo. Cuando dicen que México es resiliente y se ven estas cifras, creo que la palabra se queda corta. Somos un país en duelo y no sé cómo le hacemos para aguantar.
@MartinVivanco