La tensión de las elecciones de Estados Unidos traspasa sus fronteras. Es una decisión que no sólo afecta a los estadounidenses, sino al orbe entero. Nos guste o no, el coloso del Norte sigue siendo el país más poderoso del mundo. Acaso por eso nos extrañe a muchos los serios problemas que vemos estallar por los aires en aquel país. Aquí me refiero al serio deterioro democrático que vendrá. Gane quien gane, si los estadounidenses no reflexionan profundamente lo que es vivir en democracia, me temo que podría venir un efecto dominó mundial. Si el encumbramiento de Trump le dio carta de naturalización al populismo más rancio y hueco; esta elección puede minar el pacto democrático más esencial.
Se ha dicho de refilón en algunos medios, pero no me deja de sorprender que los estadounidenses, literalmente, se armaron para este proceso electoral. El mes de octubre se registraron alzas altísimas en la venta de armas en Estados Unidos. El FBI realizó más de 3.3 millones de verificaciones de antecedentes por ventas de armas en octubre, aumentando 14% en comparación con el mes anterior y 38% en comparación con el año anterior. No encuentro otra explicación más que tienen miedo. Miedo que deviene de una profunda desconfianza entre ellos. Y, como dice, Martha Nussbaum, “cuando las personas se sienten atemorizadas y sin poder, buscan algo de control”. En este caso, el sentimiento de control que da el portar un arma. Además, esa desconfianza tan honda es ya una grieta entre personas que parecen vivir en dos mundos, dos realidades, en donde unos les niegan no sólo la razón a los otros, sino su propio derecho a existir. La fractura entre demócratas y republicanos es tal que ya traspasa lo público y entra a la esfera privada.
Estos problemas, el miedo y la desconfianza, son dos de los peores males para una democracia. El miedo lleva a reacciones violentas –no hay estampa más elocuente que una nación armada hasta los dientes- y la violencia, por principio, es antidemocrática. La democracia tiene como condición de posibilidad la erradicación de la violencia. La regla incondicional de la democracia misma es que cada miembro de la sociedad puede trazar sus planes de vida, cualesquiera que sean estos, siempre y cuando nadie pueda coaccionar físicamente a otro para doblegar su voluntad. El imperativo categórico de la democracia es la prohibición de la violencia, así de sencillo. Por eso, las democracias modernas germinan en el seno de los Estados nacionales. Al tener estos el monopolio legítimo de la fuerza despojan de violencia a las relaciones sociales. Cuando eso empieza a desquebrajarse la democracia empieza a desvanecer porque los adversarios pasan a ser enemigos.
La desconfianza exacerbada es también obstáculo para algo fundamental en democracia: el diálogo. Gobernar democráticamente es gobernar hablando. Pero eso requiere de un presupuesto, esto es, que los hablantes se entiendan entre ellos. Como dice Carlos Peña, “las personas se entienden no cuando hablan entre sí, sino cuando asignan a las palabras que emplean el mismo significado. Si lo anterior no ocurre, en vez de diálogo hay simple desencuentro, apenas una coincidencia de sonidos.” Algo como esto último ocurre hoy en Estados Unidos. Basta ver CNN y FOX de manera intermitente para constatar como los invitados y los presentadores usan las mismas palabras, pero se refieren a algo completamente distinto. “Justicia”, “violencia”, “derechos”, son palabras que ambos profieren, pero que significan cosas totalmente diferentes. Esa diferencia de significados imposibilita, ya no el acuerdo, sino la misma coexistencia. El mundo de la posverdad es uno donde cada quien entiende lo que quiere y, más aún, reclama para sí su propia realidad. Esto aumenta la desconfianza que carcome, poco a poco, el basamento democrático.
Mientras escribo estas líneas todo parece indicar que Joe Biden será el siguiente Presidente de los Estados Unidos. Vendrán meses difíciles. Trump se aferrará al poder y, probablemente, la elección termine en la Corte Suprema. Esto será un reto enorme, pero el verdadero reto vendrá en enero, cuando Biden jure como Presidente. Su reto será reconstruir un país inmerso en un mar de miedo y desconfianza. Un país que se armó hasta los dientes ante un procedimiento democrático. Donde ven en el otro, el enemigo y causante de todos sus males, ya no sólo sociales, sino existenciales. Vaya reto.