La reforma a la industria eléctrica dará mucho de qué hablar. Ríos de tinta lloverán sobre sus defectos técnicos y supuestas virtudes soberanistas. Es una reforma que afecta al país de varias maneras. De aprobarse, encarecerá la energía eléctrica y contaminará más nuestro planeta. Cuando deberíamos subirnos en el avión de la transición energética, el presidente y su partido desean que viajemos en carreta y de reversa. Sobre esto, se pronunciarán personas más versadas en los aspectos técnicos de la reforma. Aquí quiero subrayar a la dimensión política de la presentación de la iniciativa. La actitud del presidente enciende varias alarmas de nuestra casa democrática. Veamos.
En un régimen democrático las decisiones se toman por la mayoría. Quienes la integran gozan de la legitimidad del voto popular que la sostiene. Se dice que de la actuación de la mayoría debe desprenderse, como dice Saba, “el contenido de la voluntad del colectivo autogobernado”.
Es decir, en teoría el voto de la mayoría no debería reflejar sólo la postura de quienes la conforman, sino también la de la minoría. Esto debería ser así porque el ideal de autogobierno implica tomar en cuenta los intereses de todos los ciudadanos, no sólo de algunos. De lo contrario, habría una parte de la población que lejos de autogobernarse estaría sometida a los designios de una mayoría.
La democracia, cuando deviene en sometimiento, deja de ser…democrática. El ideal de igualdad implica que todos deben ser tratados con la misma consideración y respeto. Todas las voces deben tener la misma posibilidad de ser escuchadas en el foro público. Todas y todos deberíamos poder comparecer en la esfera política y tener la misma posibilidad de influir en ella. Cuando unas voces pesan más que otras, o peor aún, unas silencian a otras; entonces entramos en terrenos no democráticos. No todos seríamos iguales, no todas las voces tendrían el mismo eco, no todos compareceríamos con la misma cualidad en lo público. Así como esto vale para los gobernados, vale también para nuestros representantes, nuestros legisladores.
Es obvio que esto no precisa que la decisión de la mayoría parlamentaria obedezca a la voluntad de la minoría, pero sí requiere que la minoría pueda articular una serie de razones para que “a pesar de no ver reflejada su posición en la decisión tomada, consideren que forman parte de un régimen de autogobierno”.
Esto implica que todos hayan participado en el proceso deliberativo previo a la toma de la decisión. En teoría, como producto de esa deliberación debería ser posible cambiar de postura, es decir, de antemano no debería saberse quiénes conformarían la mayoría y quiénes la minoría.
En México, en los últimos tres años hemos visto todo lo contrario. Una mayoría legislativa, de MORENA y sus aliados, que aplasta y atropella. Impermeable al argumento, al grano de razón del otro. Una y otra vez vemos cómo la máquina de las leyes actúa más como una imprenta de la voluntad del ejecutivo. La mayoría no sólo está determinada de antemano, sino que se muestra pétrea ante el discurso de la otra parte.
El momento culmen de esta manera de actuar lo vimos hace unos días. El presidente no pone a consideración de otro poder una iniciativa de ley, sino que manda una orden. Ve al Congreso no como el recinto de la representación, sino como una oficialía de partes a su servicio. No está mínimamente interesado en que exista debate, discusión, diálogo sobre la reforma. Para él, lo que envía ni siquiera es perfectible o mejorable: es perfecto. La última coma ha sido dictada por el pueblo soberano. Por eso amenaza con exhibir a quienes voten en contra de ese documento que contiene los sueños y aspiraciones soberanistas del pueblo. Cuidado aquel que se atreva a votar en contra de la reforma del pueblo.
Lo malo es que nadie en su partido se atreve a siquiera cuestionar esta forma de actuar que, paradójicamente, los despoja de toda dignidad profesional. Si tenemos una minoría sometida, también reconozcamos que tenemos una mayoría autómata. A los ojos del presidente los legisladores de su partido son porque él es . Ellas y ellos no representan a nadie, porque él, y sólo él, representa a todos. ¿Cómo podría alguien que representa a una parte del pueblo estar a la altura de quien lo encarna ? Su legitimidad se subsume a la suya, su legitimidad se debe a su gesta y triunfo histórico. Por eso no deben cuestionar el dicho de su líder, deben obedecer de forma automática, robótica.
Estamos en el peor de los mundos: frente a una minoría sometida por una mayoría autómata. Es decir, una minoría sometida no por la voluntad de quienes conforman la mayoría legislativa —de suyo grave—, sino por quien manda sobre esa mayoría: el presidente. Una voluntad que somete a toda representación democrática del país. Algo huele a podrido en Dinamarca.
Abogado y analista político
2 Idem.