El veredicto de culpabilidad de García Luna en Brooklyn se siguió de un coro festivo de morenistas: “Hoy la historia nos da la razón” dijo Andrea Chávez; “ayuda a seguir limpiando la corrupción en México”, declaró el presidente; “la justicia ha llegado para quien fuera escudero de Felipe Calderón”, añadió su vocero. No hay nada que celebrar. Como autómatas lanzan vítores a uno de los episodios más humillantes de nuestra historia reciente. No reparan en que el veredicto a García Luna es una condena al Estado mexicano en su conjunto. No es un juicio sólo a Calderón y su sexenio, sino a todo el sistema de “la transición democrática” y de la “cuarta transformación”. Asimismo, es la muestra más palmaria de que vivimos en un mundo lleno de historias fantásticas, de teorías que no se corresponden con la realidad. Desde el año 2000 nos hemos llenado la boca de frases manidas como “Estado de derecho”, “rendición de cuentas”, “transparencia”, “derechos fundamentales” y un gran etcétera. Tantas frases, tantos discursos y tanta disonancia con la realidad.
Actúan como si el veredicto les arrojara alguna respuesta, como si echara luz sobre algo valioso. Sucede lo contrario, quedan más preguntas que respuestas: ¿quién sabía de todo lo que hacía García Luna?, ¿qué tanto solaparon las agencias estadounidenses?, ¿qué tanto peso darle a las declaraciones de unos narcotraficantes asesinos confesos para tomar decisiones internas?, ¿por qué declararon lo que declararon? Y hay más preguntas de fondo: ¿qué tanto de la empresa criminal de García Luna sigue en pie en la actualidad?, ¿quién la maneja hoy?, ¿cuál es el papel del ejército en todo esto? Y más importante aun: ¿qué deberíamos hacer ahora? No es momento de regocijarse. Si yo fuera AMLO estaría muy preocupado: el juicio revela lo débil, lo poroso y lo fácil que es cooptar al Estado mexicano. Él ya lo sabía, por supuesto, pero ahora muchos más lo saben. El mundo lo sabe. Es tanto dinero, son tantos los intereses, y es ya tan sólida la infraestructura del crimen organizado, que en cualquier momento podría poner de cabeza a su “cuarta transformación”.
San Agustín decía que la diferencia entre una banda de ladrones y un Estado era que éste último buscaba la justicia. Detrás de la frase de San Agustín está una de las cuestiones fundamentales de la teoría del derecho y de la democracia, a saber, ¿qué distingue a un orden coercitivo de otro?; ¿por qué dejamos que el Estado nos prive de ciertos bienes (de nuestro ingreso, por ejemplo, a través de los impuestos), pero condenamos cuando una persona armada llega a una empresa a exigir un porcentaje de las utilidades? ¿Qué distingue a ambos? Lo que los distingue es, en efecto, un ideal regulativo y su legitimidad como autoridad. El Estado debe ser un medio legitimado por la mayoría para lograr un fin valioso respaldado en principios deseables: justicia, igualdad, libertad. En palabras de Perfecto Andrés Ibáñez, “sólo un orden jurídico democráticamente fundado y con vigencia efectiva puede hacer de una comunidad jurídica un Estado de derecho”.1
Lo que deja de manifiesto el caso de García Luna es que el Estado mexicano parece no una banda de ladrones, sino una banda de matones. El que se haya coludido con asesinos despiadados de forma tan burda (sobraron las confesiones de crímenes atroces de algunos de los colaboradores de García Luna como El Conejo, El Futbolista, El Lobo e Israel Ávila), mina los cimientos de todo el aparato estatal. ¿Qué podemos esperar de un gobierno que no sólo no protege a sus ciudadanos, sino que actúa en concierto con quienes los matan y desaparecen?
Tenemos relatos hermosos, casi poéticos, sobre el Estado, la democracia y el derecho. No faltan los relatos sobre esos relatos ni las teorías sobre esas teorías. Y todo eso se desmorona frente a la realidad que nos pintó el juicio de García Luna. Un juicio que nos recuerda el infierno de esta estúpida guerra que seguimos librando.
Abogado y analista político