Quería dedicar esta columna a hacer un corte de caja del año que termina. Quería plasmar aquí algunos de los acontecimientos más importantes del 2020 y hacerla un poco de profeta para el porvenir. Pero no.

Los tiempos merecen otra cosa. Necesitamos reflexionar profundamente sobre lo que está pasando.

Sigo pasmado frente a tanta irresponsabilidad social frente a la pandemia. Ese pasmo a veces se torna en una total decepción frente a muchas personas que conozco cuya irresponsabilidad y miopía rayan en lo criminal.

El manejo de la pandemia por el gobierno federal ha sido catastrófico. Los sabemos: mensajes contradictorios, un semáforo “intrascendente”, eufemismos por doquier y una cerrazón a aceptar la gravedad de la situación y actuar en consecuencia. Sin embargo, ante los yerros del gobierno, se suma una actitud social deplorable. No estoy diciendo que de parte de todos, pero sí, y especialmente, de una parte de la población cuyos privilegios los hacen vivir en otro mundo, otra realidad. Abro mis redes sociales y pululan los eventos sociales: bodas, salidas a antros y a bares. A menos de que vivan en Marte –algunos piensan que sí- asumo que la mayoría de ellos tienen acceso a medios de comunicación y saben de los peligros de la Covid-19. Imagino que han escuchado las historias del horror cotidiano: personas sanas que de un día para otro fueron entubadas, arrancadas de los brazos de sus madres y padres, cuyo último suspiro lo dieron en solitario en una cama de hospital. Espero que hayan escuchado como se muere en estos tiempos, donde un día ves a tu ser querido partir en una camilla y a los días te lo regresan en una urna. Donde el duelo pierde su carácter colectivo y transmuta en algo mucho más complicado de procesar porque se vive en soledad. Hablo en condicional – por eso uso las palabras “asumo”, “imagino”, “espero”- porque tampoco dudo que haya personas que no sepan nada de esto. Que su vida transita en una pista paralela a la realidad de la mayoría de las personas y que no están al tanto de nada. En serio, de nada. Conozco a personas así y, como una amiga chilena me decía hace años, “no entiendo cómo andan por el mundo, como salen de la mañana de su casa sin saber algo –una cosa- de lo que pasa afuera”. Yo tampoco.

Mi preocupación deriva en franco enojo cuando he escuchado a varias personas decir idioteces como “bendita pandemia”. Dicen bendita pandemia porque les ha ido “bien”, se han encontrado “a ellos mismos” desde sus mansiones en Valle de Bravo o en Acapulco. Paradójicamente, son los mismos que hoy van a antros clandestinos y a bodas. Han vivido la pandemia en etapas “benditas”. El confinamiento para ellas y ellos fue la oportunidad de desconectarse del mundo, enriquecer su vida interior y leer a Paulo Coelho. Y ahora es momento de subir a redes sociales sus fotos donde aparecen más “espirituales” en bodas de 400 personas al son del último hit del momento.

Me podrán decir que la indisciplina social no es exclusiva de las personas con muchos recursos económicos. Basta ver las imágenes del Centro Histórico atestado de personas de casi todos los niveles socioeconómicos. El argumento es válido. Pero mi punto es más profundo y tiene que ver con la forma en que nuestro sistema procesa las desigualdades.

Un sistema económico donde hay libertad económica –y por tanto de acumulación de capital- conlleva, necesariamente, una estratificación social, es decir, un grado de desigualdad inevitable. La pregunta, entonces, no es si existe la desigualdad, sino cómo se justifica el grado ésta. La forma más aceptada de justificar la desigualdad económica es si ésta de alguna manera sirve para mejorar las condiciones de los menos aventajados (no lo digo yo, lo dijo John Rawls). Esto implica dos cosas: una política fiscal que redistribuya el ingreso y que establezca un límite a las desigualdades. Una sociedad extremadamente desigual es una sociedad injusta. Punto.

Me temo que hemos llegado a este último estado: tenemos una sociedad bastante injusta. En donde la desigualdad es de tal magnitud que los que más tienen ni siquiera son conscientes de lo que tiene ni por qué lo tienen. No tienen idea de que su riqueza es producto de un sistema que está diseñado para que ellos acumulen más capital. No se dan cuenta del abismo que los separa con la mayoría de los mexicanos y como eso los adormece frente a la realidad del país. El problema es que este grupo concentra una cantidad ingente de dinero y vertebra gran parte del sistema económico del país. Así llegamos a una realidad nefasta: en donde quienes toman las decisiones económicas más importantes son seres humanos totalmente insensibles y faltos de empatía. Por eso mientras ellos bailan en bodas, otros miles mueren en camas de hospitales. Qué nos hace falta para entender que no podemos seguir así, caray. Si más de 100 mil muertos no nos mueven hacia la solidaridad, no sé qué sí lo hará. Cuánto extraño a ese México del “puño en alto” en donde todos –y no sólo los héroes del personal de salud- nos volcábamos a ayudar a los damnificados por los terremotos. ¿Dónde está ese México? ¿Dónde?

PD: esta columna se tomará unas vacaciones y regresará el jueves 7 de enero. Feliz año.

@MartinVivanco 

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