La reforma para que la Guardia Nacional se integre a la Sedena se va a aprobar. No tengo duda de que el oficialismo otra vez “conseguirá” los votos necesarios. Por ello, en este texto no pretendo exhortar a la prudencia y al diálogo legislativo, sino aclarar las consecuencias que la reforma tendrá en nuestro sistema político.
Lisa Sánchez, con quien compartí mesa de debate durante dos años en Punto y Contrapunto, siempre llamaba la atención sobre un asunto que normalmente se pasa por alto cuando se discute el papel de las fuerzas armadas en una democracia. Comúnmente se habla de que los militares no están preparados para la seguridad pública —lo cual es cierto— ni para el respeto a los derechos humanos —que también es cierto.
Pero lo que Sánchez argumentaba es que militarizar el país, es decir, dotar de más y más funciones a las fuerzas castrenses y, a la par, ir reduciendo las facultades de los funcionarios civiles, pinta un sistema político significativamente distinto. Uno en donde los valores militares se trasminan a la esfera de lo político y, así, lo militar adquiere preeminencia y poder de mando sobre lo público. Para tener más claro lo anterior conviene distinguir entre militarización y militarismo. El primero es “un proceso mediante el cual diversos ámbitos de las funciones primordiales del Estado adquieren lógicas militares, los problemas se observan desde una perspectiva de amenaza o enemigo y se recurre a las dinámicas bélicas para solucionarlos”[1]. Y el segundo se trata de “un fenómeno que consiste en la preponderancia del poder militar sobre el poder civil en términos políticos y en donde la esfera castrense influye en la toma de decisiones políticas del Estado más allá de las del sector seguridad y defensa”.[2] Así, mientras “la militarización responde a las preguntas quién y cómo, el militarismo responde “quién decide sobre quién” en el sistema político”.[3]
La reforma que se está por aprobar es la consumación del proceso de consolidación del militarismo, y no sólo de militarización. Con ésta se coloca al poder militar en una posición de dominación en el espectro del poder político. No es una reforma más, es un verdadero cambio de paradigma que se muestra con mucha claridad en el cambio al artículo 129 constitucional. Ahí se establece la máxima de que, en tiempos de paz, “ninguna autoridad puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar”. Es decir, si no hay guerra, los militares, en principio, deben estar en sus cuarteles. El 129 es la garantía que salvaguarda la primacía del gobierno civil sobre las dinámicas militares. La reforma propuesta, cambia todo lo anterior. Ahora se establecerá que “en tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tenga previstas en esta Constitución y las leyes que de ella emanen”. Así, la actuación en la vida civil de los militares deja de ser una cuestión excepcional para convertirse en la nueva normalidad. Una nueva normalidad que irá expandiéndose y concentrando poder y recursos en una corporación cuya madeja de valores es totalmente distinta a la de una democracia constitucional. La lógica militar es la de la guerra, la verticalidad y la efectividad; la democrática es la de la paz, la horizontalidad y los derechos.
La reforma se aprobará y amaneceremos en un país distinto, menos democrático, menos civil y más verde olivo. Mucho más verde olivo.
Abogado y analista político
@MartinVivanco
[1] Daira Arana y Lani Anaya, “De la militarización al militarismo”, Nexos, noviembre de 2020, disponible en: https://seguridad.nexos.com.mx/de-la-militarizacion-al-militarismo/?_gl=1*1h34zsb*_ga*MTE4MDA1NzE4LjE3MjQ0NTc1NzQ.*_ga_M343X0P3QV*MTcyNjg3OTcwMS41Ni4xLjE3MjY4Nzk3NzEuNjAuMC4w
[2] Ídem
[3] Ídem