Las causas del pesimismo actual son varias. Cualquier alternativa hubiese sido mejor. El ascenso de Donald Trump no es sólo la victoria de un populista autoritario, sino un cambio de régimen. Estados Unidos pasó de ser una democracia a una oligarquía. La fotografía de su ceremonia de investidura es reveladora. En primera fila vimos, no a los líderes partidistas, no a su gabinete, sino a un grupo de billonarios: Musk, Bezos, Zuckerberg y Pichai. Ese grupo, no hace falta decirlo, no sólo tiene dinero, sino que controla algo más: la atención; acaso el bien más preciado de nuestra era. Pero me estoy adelantando. Vuelvo al argumento.

La democracia supone que nosotros elegimos libremente a quienes nos gobiernan. Ese “nosotros” implica, también, que el voto de todos debe valer lo mismo. Un ciudadano, un voto. Ésa es la máxima. Por eso, a través de los años, se han diseñado una serie de reglas para garantizar la libertad y la igualdad en el voto.

Quizás una de las amenazas más fuertes a la libertad del voto es la influencia del dinero. Sí, el dinero. Las campañas electorales cuestan, y no cuestan poco. Las campañas son competencias por el poder político y la tentación de gastar más para obtenerlo no es menor. Hay una tentación por parte de los candidatos de gastar más para ser más visto. Uno vota por quien conoce y por eso la publicidad se vuelve indispensable. Publicidad que cuesta mucho. Por eso, desde finales del siglo XIX en EUA, se empezó a regular el financiamiento electoral, es decir, quién puede aportar a una campaña y cuánto se puede gastar.

Si esto no estuviera regulado, si no hubiera algún tipo de límites, la probabilidad de que ganaran los más acaudalados sería mucho mayor de la que tendrían los candidatos sin dinero. Algo de esto no huele bien. Si la riqueza es determinante para ganar, entonces no es cierto que el sistema democrático otorgue las mismas oportunidades a todos. Y no me refiero sólo a los candidatos, sino a los ciudadanos. Si como resultado del dinero usted va a ver más a cierto candidato rico —o financiado por magnates— que a uno pobre en el espacio público, entonces su voto podría verse determinado por el dinero y no por lo que decimos que realmente importa: la trayectoria, la representatividad, las propuestas de los candidatos.

Las reglas del financiamiento electoral, entonces, tenían como fin separar el poder económico del poder político y que las desigualdades en lo económico no se trasladaran al ámbito de lo público. Bueno, pues esto parece haber llegado a su fin en EE. UU. No fue de la noche a la mañana. Todo empezó en 1976 con el caso Bucley v. Valeo y llegó a su cenit en el famoso caso de Citizens United, en 2010, en donde la Corte de EE. UU. dio rienda suelta a que las grandes corporaciones aportaran dinero libremente a las campañas electorales, amparadas por el derecho de libertad de expresión. De ahí a que Musk estuviera en los actos de campaña de Trump, donara dinero eludiendo las reglas electorales, y usara la red social X como megáfono trumpista, hubo sólo un paso. De aquellos polvos, estos lodos.

El resultado es grotesco y peligroso. El mensaje de esa alianza entre los llamados broligarcas y Trump es claro: la fusión del poder económico y el poder político.  Dinero y poder político se pretenden ya sinónimos. Las reglas del juego son otras: junta dinero y ganarás. Si quieres hacerte millonario, apuéstale a una campaña para que tu inversión sea retribuida con jugosos contratos públicos. La democracia no es otra cosa que un mercado de votos. Todo lo demás —“interés público”, “bien común”— no son más que entelequias que ocultan lo verdadero: el interés de todos los jugadores por ganar dinero, tanto “ciudadanos”, como políticos. En este universo no hay conflictos de interés porque a todos les interesa lo mismo: ganar más y más dinero. Por eso, no se tiene el menor empacho en nombrar a Musk como funcionario.

Hay quienes siguen sosteniendo que la democracia estadounidense se mantiene. Yo no lo creo. Cuando las reglas que separan el poder político y el económico se derrumban, lo que queda es una oligarquía, no una democracia. Pero además no es cualquier oligarquía. Es una que controla los medios que, a su vez, moldean el nuevo espacio público y lucran con nuestra atención. Ellos tienen la posibilidad de moldear el discurso político y de crear la agenda pública a través de sus plataformas. Es el poder social y cultural más poderoso del que se tenga memoria. Y está al servicio de un populista autoritario.

Insisto en que cualquier alternativa hubiese sido mejor.

Abogado y analista político

@MartinVivanco

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