No hay hombres feministas, sino machistas en rehabilitación. Esta frase se la escuché a Julián Herbert y se me quedó grabada. ¿Tenemos la capacidad de ser feministas? ¿somos aliados? ¿podemos aliarnos con sus causas sin caer en la condescendencia machista? Apresuro una respuesta a la primera: no hay hombres feministas. En estos días que hierve la sangre de impotencia, me atrevo a reflexionar desde mi propia experiencia. Fue hasta la maestría cuando empecé a leer y platicar mucho con amigas y amigos sobre el tema feminista. En toda mi trayectoria educativa previa, el feminismo no fue tema –lo cual dice mucho del problema. Aquí empezó mi rehabilitación.

Así, leyendo y escuchando, empecé a tomar consciencia del sistema de poder que hemos construido para oprimir a la mujer. Acaso lo primero que uno aprende es la diferencia entre sexo y género. Mientras el primero está enraizado en lo biológico, el segundo lo está en la cultura (Lamas). Y cómo el género –lo femenino- ata a la mujer al hogar y a la crianza de los hijos, en beneficio, claro, de nosotros los hombres.

Después uno pasa revista a los espacios de poder público y privado y nota que están repletos de hombres. Y uno recuerda la Odisea y cómo Homero calla a Penélope a través de su propio hijo. Telémaco le dice a su madre que no debe participar en la conversación pública, sino que su lugar está en “el telar y la rueca”(Beard). Si la mujer ha sido proscrita de la conversación pública, no debe sorprender que no esté en espacios de poder y que la legislación –el producto de la voz pública por excelencia- sea machista. Lo vemos en la legislación laboral, donde se cristaliza el papel de la mujer como encargada del hogar; lo vemos en el derecho civil donde las indemnizaciones por daños son ciegas a las desigualdades de género. Lo vemos en el sistema penal donde existe una revictimización incesante.

Luego vino el #MeToo y nosotros -los hombres- “indignados” por las acusaciones anónimas, incapaces de comprender la causa del problema.

Recuerdo que un maestro en la carrera nos decía, a manera de chiste, que la única diferencia entre la violación y la seducción era la paciencia. Paciencia, claro: la irresistible supremacía del falo, ya sea el órgano anatómico o el simbólico: el dinero, la fama, el poder (Marina Castañeda). Cuando una mujer nos rechaza, es porque no sabe lo que hace, será cuestión de tiempo para que recapacite. Su “no”, es siempre un “quizá” -un poco de paciencia, pues- porque el falo es irresistible: pronto caerán. De ahí al acoso, hay tan sólo un paso. El movimiento #Metoo destapo una “cultura de la violación”(Rebecca Solnit) acompasada de una cultura del silencio que solapaba la barbarie del poder más crudo: el poder de hacer de alguien un medio y no un fin, un objeto y no un sujeto. Les recomiendo la serie The Morning Show para que vean este retrato con claridad y como el sistema genera un falocentrismo indignante.

Luego vino un proceso de introspección. ¿Cuánto de este sistema de injusticia he impuesto, solapado? ¿qué de mi conducta diaria lleva a perpetuar esquemas de desigualdad que desembocan en la violencia que hoy nos desagarra? Desde los grupos de WhatsApp, de puro macho, que se llenan de fotos de mujeres desnudas, hasta los comentarios donde se cosifica a la mujer. El chiflido callejero, el coqueteo fuera de lugar, que hicieron sentir incómoda a una mujer. O el día que presumiste a tu pareja como trofeo; o que, celoso de su ascenso profesional, comentaste que seguro era porque se estaba acostando con el jefe. O cuando presumiste que tú te estabas “tirando” a alguien. Todas esas conductas alimentan la injusticia. Porque este asunto se gesta en lo privado y se manifiesta en lo público (Jaina Pereyra). Lo público es un reflejo de lo privado.

Por eso estoy convencido que no hay hombres feministas. En parte porque la toma de consciencia no es suficiente. Nos preocupamos por las cifras de feminicidios, sin reparar en las historias detrás de ellas, donde somos los protagonistas de la barbarie. Porque podemos asumir una postura en lo público, sin entender que el problema está en lo privado y seguir actuando de la misma manera. Porque esta lucha es de las mujeres: son ellas las que están siendo lastimadas, violadas, asesinadas, por un sistema construido por hombres y para los hombres.

Mientras no cambiemos la estructura de poder, las costumbres que lo conforman, habrá más Ingrids y Fátimas. Por eso, tienen razón: los violadores y los asesinos sí somos nosotros, por el simple hecho de que el Estado es patriarcal: son nuestras reglas, hechas a nuestro modo. Y cuando el Estado falla en protegerlas de nuestras propias barbaries, las violentamos en doble vía. Acaso la violencia estatal más clara sea penalizar el que decidan sobre su propio cuerpo, el negarles su derecho a abortar.

Hasta que no cambiemos todo esto, no habrá hombres feministas. Habremos algunos machos cuya rehabilitación apenas comienza, que debemos ser aliados y empezar desde lo privado. No falta mucho por hacer; falta todo.

@MartinVivanco

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