Mi solidaridad con las víctimas del huracán Otis.

Aunque algunos así lo crean, no es fácil argumentar en contra de la propuesta de AMLO y de Sheinbaum para debilitar al Poder Judicial. Javier Tello en “La Hora de Opinar” hizo un recuento de cuatro argumentos principales que respaldan la postura del oficialismo. El primero es democrático: establece que la legitimidad democrática se reduce a los votos que el pueblo da a sus representantes de manera directa. El segundo es moral: considera que el poder político actual es de suyo bueno y por lo tanto no requiere de controles como los establecidos en la división de poderes y el sistema de frenos y contrapesos. El tercer argumento es político: exalta la necesidad de concentrar el poder para enfrentar a poderes fácticos que se presentan como una amenaza. La cuarta y última razón es institucional: asegura que el Poder Judicial ha sido cooptado por poderes fácticos que lo han corrompido por completo.

Al primer argumento se le podría replicar que tener un Poder Judicial independiente es la garantía misma de que la democracia siga funcionando. El ejercicio de los derechos de participación política requiere de una serie de condiciones. El voto se debe ejercer en libertad e igualdad de circunstancias. Estos principios están en la Constitución. Si a la mayoría legislativa se le ocurre quitar el voto a las mujeres o establecer que sólo voten los ricos, esas leyes se impugnarían y llegarían al Poder Judicial. Luego, éste las echaría para abajo porque contravienen normas constitucionales. Es decir, el compromiso de los jueces hacia la Constitución y no a la voluntad popular salvaguarda el propio sistema democrático.

Sobre el segundo argumento, si se nos ha dicho que el “pueblo es bueno y sabio”: ¿por qué ponerle límites?, ¿por qué limitar los que los representantes democráticamente electos pueden decidir en nombre del pueblo? Porque no siempre es “bueno y sabio”. Las mayorías se equivocan: que no se nos olvide que en algún momento Hitler fue apoyado por una mayoría relativa. Nuestra propia historia nos ha dado un sinfín de razones para desconfiar, el propio presidente las enlista todos los días cuando refiere a sus predecesores: el poder corrompe. Para evitar esos problemas forjamos un sistema que lo divide y así “evita que alguno de los órganos políticos reclame la representación de la totalidad del pueblo”. Hay una metáfora muy usada para ilustrar esto: así como Ulises se ató al mástil para no ceder al canto de las sirenas, también las sociedades se restringen de las tentaciones de poderes mayoritarios mediante una Constitución. La Constitución nos limita y nos salva de la barbarie.

El tercer argumento es de otro corte, más pragmático. Según el oficialismo, su “transformación” tiene múltiples enemigos, enemigos poderosos y acérrimos. El poder económico, el crimen organizado, países extranjeros, etcétera. Y son todo menos débiles, entonces, ¿por qué limitar las herramientas a disposición del Ejecutivo para hacerles frente? ¿por qué preocuparnos por cuestiones tan nimias como la “seguridad jurídica” si los verdaderos enemigos no tienen escrúpulos y tienen un poder desmedido? Porque el imperio de la ley tiene un valor en sí mismo. Es una vacuna contra la arbitrariedad del poder político que invade derechos individuales. Todos y todas necesitamos acuerdos de base para saber cómo actuar y qué esperar de los demás, y eso empieza con acciones de gobierno que se ciñan a las formas jurídicas. Sin un poder capaz de enmendarle la plana a quienes actúan desde el poder, entonces regresaríamos a la ley de la selva, donde los más fuertes reinarían. Y sí: los enemigos pueden ser poderosos, pero uno no estaría de acuerdo en que para combatirlos se violen sus derechos. Nadie puede ser utilizado exclusivamente como medio para algo, todos somos fines en nosotros mismos.

Por último, la corrupción es un problema real, pero su solución pasa por tener más y mejores jueces. Jueces que asuman un punto de “vista interno” respecto al orden jurídico, es decir, que no se “sientan obligados” a obedecer al sistema normativo sino que consideren “que “tienen la obligación” de hacerlo, aun cuando ello afecte sus intereses privados. Eso sólo se logra mejorando la carrera judicial y la educación jurídica, no quitándoles derechos laborales y presupuesto.

Hay que asumirlo, el Poder Judicial “mantiene, por definición, una relación asimétrica con respecto a los órganos ejecutivo y legislativos: son estos últimos los que son responsables frente aquel”. No “son democráticamente responsables”. Lo que deben ser es “confiables en el sentido de que adoptan buenas decisiones desde el punto de vista democrático-constitucional. La confiabilidad en la corrección de las decisiones depende de la confianza por parte de la ciudadanía (electores y gobernantes) y de que los jueces prestan su adhesión incondicionada a la Constitución democrática, que es la que proporciona el “respaldo justificante” de la decisión judicial”.

X: @MartinVivanco

Abogado y analista político

Nino, Carlos Santiago, La constitución de la democracia deliberativa, Gedisa, 1997, p. 18.

Ver Garzón Valdés, Ernesto, “El papel del Judicial en la transición democrática”, Isonomía, núm. 18, 2003, pp. 31-32.

Garzón Valdés, Ernesto, “El papel del Judicial en la transición democrática”, Isonomía, núm. 18, 2003, p. 30.

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