Humillación viene de la palabra latina humus (tierra) y el verbo significa “bajar, poner en el suelo”. Humilla quien ve por debajo al otro, quien no lo considera su igual, quien lo trata como inferior. Humillar es degradar al prójimo. Esto se da en el trasfondo de una realidad donde todos somos iguales y, no sólo eso, sino que todos merecemos igual consideración y respeto. Frente a estos contrastes, Avishai Margalit dotó al concepto de humillación de su sentido más profundo y político. Humillar, nos dice Margalit, es despojar a los seres humanos de su autorrespeto, del control sobre su vida. Es decir, cuando el trato que se dispensa es humillante, la víctima duda de sí misma, de si sus fines y valores personales —su concepción de vida— son realmente merecedores de respeto y consideración por parte de los demás. Se da entonces una degradación tal de la víctima que se puede llagar a la destrucción de su autonomía humana.[1] Partiendo de lo anterior, Margalit propone calificar a una sociedad como decente cuando sus instituciones no humillan a los ciudadanos. Me temo que la sociedad mexicana dista mucho de ser una sociedad decente. Muchas de nuestras instituciones humillan a grandes sectores de la población.

En un ensayo reciente, me topé con un estudio que hizo Emilio Hernández sobre la Encuesta Nacional de Población Privada de la Libertad.[2] Su objetivo consistió en investigar las desigualdades y discriminaciones que enfrentan diversos grupos de personas en las cárceles de México. Se incluyeron categorías de análisis para estudiar las experiencias según el tono de piel, los orígenes indígenas, y la pertenencia a la comunidad LGBTQ+. Los hallazgos son alarmantes. Primero, las personas indígenas, las mujeres y la población de la comunidad LGBTQ+ reciben sentencias considerablemente más largas. Segundo, comparativamente, es mayor la proporción de personas morenas privadas de libertad que dicen ser inocentes. Tercero, muchas personas inocentes son privadas de la libertad por tener piel más morena.

Quiero recalcar lo que este estudio muestra: que el tono de piel, la adscripción a un género o preferencia sexual y la pertenencia a un grupo étnico incide en la sentencia que emite un juez. Es decir, que una característica física del sujeto o una situación de vulnerabilidad, algo que escapa a su voluntad, incide en el tiempo que va a pasar en la cárcel una persona o, más aún, en si irá a la cárcel o no. No importa qué delito cometió o si lo cometió realmente, sino que el sistema de prejuicios imperante hace el entramado institucional juegue en su contra. La pérdida de control sobre la propia vida del imputado –la humillación-- es patente: irá a la cárcel por algo que no hizo y no tiene forma de evitarlo. Digo que es el entramado institucional completo y no sólo la voluntad del juez, porque hay muchos factores que inciden. Las personas más morenas, las indígenas, las mujeres y los miembros de la comunidad LGBTQ+, normalmente no tienen acceso a un abogado o viven en situaciones de precariedad por lo que invierten menos en su defensa.

Es el sistema el que está ideado para no tratar en condiciones de igualdad a estas personas. Las instituciones y las personas que lo refuerzan son quienes los humillan. El sistema les deja claro que sus fines y aspiraciones son menos importantes que las de los demás ciudadanos. Con este tipo de instituciones y realidades no podemos decir que vivimos en una sociedad ni justa ni decente. Si queremos construir una sociedad mejor, empecemos corrigiendo estas atrocidades.

Abogado y analista político

@MartinVivanco

[1] Vázquez, Rodolfo, “Sobre decencia, desigualdades y consenso socialdemócrata”, Este País, noviembre de 2011,

[2] Hernández, Roberto, “El delito de ser moreno”, Letras Libres, julio de 2023,

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