Juzgar el pasado no es tarea fácil. Los seres humanos vivimos presos de una ilusión retrospectiva que nos lleva a juzgar el ayer conforme a lo que vivimos hoy. Ese juicio no es inocente ya que resignifica al pasado. Constantemente estamos editando nuestros ayeres para hacer nuestros días presentes más llevaderos. Este ejercicio individual, lo realizamos también en lo colectivo. Acaso esta es una las herramientas más potentes y trascendentales de un Estado: la posibilidad de reescribir la historia, de hacerla suya y de dotarla del sentido que más le convenga.
Algo así estamos viviendo hoy en México. Me refiero a lo que hemos visto en las últimas semanas en torno a los casos de Lozoya y de García Luna. Los dardos retóricos cuatroteístas apuntan a lo que ellos dicen fue el corazón de las dos últimas administraciones: el Pacto por México peñista y la guerra contra las drogas de Calderón. A partir de las declaraciones de Lozoya y la detención de García Luna, se llega a la conclusión de que existía una democracia simulada, falsa. Más que un sistema democrático era una orquesta criminal. Esto abona de maravilla con el discurso populista del Presidente: en el Estado de antes, imperaba la inmundicia. Hoy impera la justicia. Hoy hay un Estado de derecho, antes había un Estado de chueco. Aquellos que adoptan esta percepción caen en una trampa.
La narrativa en construcción sobre nuestro pasado es preocupante. Se está pintando un fresco en donde el Estado mexicano no era más que una banda criminal. Donde todo era producto calculado de intereses privados y de narcotraficantes. Donde todo era, en efecto, fruto de la corrupción. Y lo peor es que esta narrativa emana –en lo principal- de los procesos de Lozoya y de García Luna. Es decir, de dos procesos jurisdiccionales se infiere la totalidad de la historia inmediata de nuestro país. Lo que prevalece ahorita es la visión de un pasado negro, corrupto, criminal; que, por una parte, sí corresponde con lo que sucedió –nadie puede negarlo-; pero que otra parte –no menor- también se cincela, se construye, desde Palacio Nacional.
Esa es la trampa. Jesús Silva Herzog-Márquez atina cuando dice que los dos juicios son las representaciones más vívidas de los agravios colectivos más arraigados en el sentir colectivo: la corrupción y la violencia. Y, en efecto, minimizar su importancia es un error. Pero también es un error pensar que la materia de ambos juicios es la Historia –así con mayúscula. Son procesos que representan muchísimo, pero jamás la totalidad del pasado reciente.
El problema es que si tiene éxito el discurso del Presidente podemos llegar a pensar que, efectivamente, el Estado mexicano se reducía a una banda de hampones. La consecuencia es que a golpe de una mañanera tras otra, nos avergoncemos tanto de lo que vemos y comience una especie de amnesia política. Y así olvidemos la labor de millones de servidores públicos honestos –muchos al servicio del gobierno actual, por cierto, y en Secretarías de Estado-; desdeñemos proceso de transición democrática –del 1977 al 2000- el cual costó muchísimo; y pasemos por alto la construcción instituciones eficientes y los avances innegables en materia económica, educativa, social, etcétera –todo medible, basado en evidencia- de los últimos 40 años.
Caer en la trampa sería un gran error, porque, ahora sí, pulverizaría a la oposición existente. Los actuales partidos, si realmente quieren ser oposición, deben hacer de inmediato un ejercicio de reflexión y de autocrítica, aceptar los errores, rectificar en donde haya que hacerlo y leer el momento histórico. El terreno de la batalla política ya cambió: no está en los restaurantes ni en los cafés; tampoco en los desplegados, sino en las calles, con la gente. No está en el escritorio, sino en el templete y en la plaza. Tampoco está en lo nacional, sino en lo local. Y no pueden caer en el error de negar su historia, como bien dijo Otto Granados: “no reconocer nada del pasado no es un programa sino un desahogo, y los desahogos, en política, sirven de poco”. Lo que se necesita, “es una narrativa alterna que combine virtuosamente los innegables progresos del país en las últimas décadas […] con un programa de futuro que atraiga a la gente.”
Negar el pasado es negarse a sí mismo y perder identidad. Si la oposición pierde los valores más rescatables de su identidad –o no logra reconstruir una nueva o mejor- para el 2021, le entregaremos en bandeja de plata el país al proyecto de un solo hombre.
Olvídense de MORENA, veríamos el nacimiento de un nuevo proyecto político: el lopezobradorismo. De allí a las dictaduras personalistas sólo hay un paso.
@MartinVivanco