Nunca le ha hecho más falta un líder al país que en estos días. Por ello el informe que AMLO rendiría el domingo se convirtió en una esperanza nacional. Esperado como las charlas de chimenea de Franklin D. Roosevelt en los aciagos días de la II Guerra Mundial, el mensaje al país resultó una desilusión. Un copy paste de la cantaleta cotidiana frente a un desolado escenario sin espectadores. Es probable que le hubieran aconsejado mantenerse en el mensaje (stay on message), como debe hacerse para enfrentar una crisis. No obstante, faltó un asesor histórico que advirtiera al presidente lo que dijo Vicente Guerrero: “la patria es primero”. ¿Por qué inspirarse en Franklin D. Roosevelt, antes que en los próceres mexicanos?

Roosevelt fue un personaje que AMLO considera el mejor presidente de Estados Unidos. No tiene idea de la historia. El mejor presidente para México es Abraham Lincoln que salvó a la República. Lo hizo gracias a Matías Romero, a quien la República le debe mayor reconocimiento. Matías Romero fue el enviado de don Benito Juárez a Washington para conseguir los apoyos necesarios: dinero, armas, pertrechos y solidaridad económica y política para luchar contra el Imperio. No solamente consiguió eso, dejó en la Casa Blanca el sello de la dignidad e inteligencia mexicanas. Un admirable oaxaqueño que admiró el mismo presidente Lincoln.

Roosevelt es un hombre singular, adelantado de su época, tanto así que toleró el amor de su esposa Eleanor con la periodista Lorena Hickok, quien compartía el techo y la cama de los Roosevelt. Pero a pesar de su gran estatura internacional, no hay nada que México deba agradecerle. Por el contrario, en la reconstrucción del New Deal, los trabajos pesados los hicieron los mexicanos en los campos agrícolas, en las vías ferroviarias, en las obras de infraestructura que activaron keynesianamente la economía, sin que jamás se haya reconocido esa aportación.

En la historia oprobiosa del país vecino están la esclavitud y la discriminación a negros, chinos y mexicanos. Hay otro episodio. Al iniciar el siglo XX migrantes japoneses llegaron a Estados Unidos y se asentaron en los estados de California, Oregon y Washington. Su laboriosidad y disciplina los llevó a producir la mitad de los vegetales de California. Con el estallido de Pearl Harbor se dudó de su lealtad al país, se les obligó a renunciar a sus propiedades, se olvidó que eran ciudadanos estadounidenses y fueron confinados a campos de concentración. Se les llevó a barracas, protegidas por alambre de púas y resguardados por policías armados. Mientas en Europa Hitler instauraba campos de concentración para judíos, Roosevelt, el campeón de la democracia que tanto admira AMLO, habilitó caballerizas de los hipódromos como celdas. Lo hizo sin motivo moral ni fundamento jurídico, para sus propios conciudadanos.

Estados Unidos había entrado en guerra también con Alemania e Italia, pero nunca se dio a los blancos descendientes de italianos o alemanes el mismo tratamiento que a los ciudadanos estadounidenses de origen japonés. La Suprema Corte de Estados Unidos que en muchas ocasiones ha decidido por la justicia y la decencia, en este asunto se alineó con Roosevelt, abandonó su autonomía y negó a los japoneses los derechos y protección de la justicia que con razón imploraban.

Roosevelt nunca se disculpó por la violación de los derechos humanos más elementales de decenas de miles de personas. Tuvieron que pasar 40 años para que el Congreso de Estados Unidos pidiera un avergonzado perdón, al grado de entregar una compensación económica a los sobrevivientes, hombres y mujeres de origen japonés, por haberlos recluido durante tres años como prisioneros de guerra en los campos de concentración organizados por el presidente Roosevelt.

No es el impulsor del New Deal el mejor ejemplo que el presidente de México pueda dar al país. Antes que Roosevelt debió pensar en Morelos y Matías Romero.

Investigador nacional en el SNI.
@ DrMarioMelgarA

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