El domingo llegará a su consumación el plan para desmantelar al Estado mexicano. La estructura jurídica del país fue concebida por obra y gracia del primer Congreso Constituyente en 1824. Los mexicanos de entonces acomodaban los cimientos de lo que confiaban sería un país a la altura del arte: republicano, representativo, federal, democrático, sustentado en la división de poderes: “Se divide el supremo poder de la federación para su ejercicio en legislativo, ejecutivo y judicial” (artículo 6). Los constituyentes de 1824 se pronunciaron inequívocamente sobre la división de poderes: “Nunca podrán unirse dos o más de ellos en una corporación o persona, ni el legislativo depositarse en un solo individuo” (artículo 57). Estos principios los reafirmaron las constituciones de 1857 y de 1917 (artículo 50).

Este anhelo popular de una nación que delimitaba a los poderes estatales; que sometía el poder a la ley; que establecía controles recíprocos (pesos y contrapesos), persistió casi ininterrumpidamente desde entonces. El ideal político se rompió con la llegada del presidente Antonio López de Santa Anna al Palacio Nacional.

El paréntesis duró cinco años (1836-1841). Las Siete Leyes Constitucionales sometieron a los tres poderes a los designios del Supremo Poder Conservador. El poder judicial, incluyendo a la Suprema Corte, perdió su independencia. Entonces, como todo indica que será ahora, el Poder Judicial dejó de ser un poder y fue un instrumento del poder ejecutivo. Ahora, el Poder Judicial de la Federación está por convertirse en algo así como la Secretaría de la Justicia, una dependencia del Ejecutivo Federal.

De nada sirvieron las reacciones de todos los sectores enterados y responsables de opinar sobre el atentado al poder. La academia, a través de las facultades, escuelas de Derecho, institutos de investigaciones jurídicas (no todos con la enjundia que la agresión a la democracia exigía); los profesionales del derecho, abogados, barras, colegios, agrupaciones gremiales; prensa y medios; el mismo Poder Judicial de la Federación, así como algunos poderes judiciales locales (dependientes de los designios de los gobernadores), se publicaron libros y artículos técnicos, así como una abrumadora protesta en periódicos y medios, en redes sociales que alzaron la voz en reclamo al atentado al poder.

Se escucharon voces extranjeras, se leyeron ensayos de expertos mundiales, se alteraron los mercados financieros, hubo advertencias del peligro que corría la estructura jurídica y económica del país. Hasta el embajador de Estados Unidos, Ken Salazar—experto en la materia—, que se decía tan amigo del presidente en turno, se atrevió a meterse en asuntos que no le correspondían, vencido por el argumento de la inminente pérdida de la independencia judicial mexicana. Nada sirvió, lo que parecía una farsa se convirtió en una tragedia nacional. Nada sirvió ante el clamor, la aplanadora política trituró a la razón.

México a través de la historia ha sorteado embrollos semejantes. Este por absurdo e inexplicable no será la excepción; pero a qué gran costo para la salud de la república, qué vergüenza llevarán sobre sus conciencias quienes perpetraron esta tontería, digna de estudio de psiquiatría política.

Consejero fundador de la Judicatura Federal

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