La Barra Mexicana, Colegio de Abogados me hizo una invitación para debatir sobre la Suprema Corte de Estados Unidos. Supongo que se debe a un libro que publiqué hace algunos años sobre esa institución, tan preponderante en la historia de ese país (Porrúa 2012). El texto está a punto de agotarse, lo que me urge para evitar que el autor se agote antes que su obra. Me referiré a la Corte de los vecinos, sin dejar de comparar algunas notas con la Suprema Corte mexicana.
La Suprema Corte en México ocupa un lugar central en la narrativa del momento. La historia inicia en 1994, con la reforma judicial del presidente Zedillo. Entonces no se vio la relevancia de la instauración del tribunal constitucional. Las facultades conferidas a la Corte: las acciones de inconstitucionalidad y las controversias constitucionales tuvieron ese propósito. La Corte que parecía descabezada (se retiraron 24 de los 26 ministros), que añoraba tiempos pasados, está ahora en el sitial que le corresponde.
Ahora, aun con una morralla de asuntos, corrige decisiones presidenciales y legislativas, con lo que ha fortalecido la división de poderes y la confianza ciudadana. ¿Qué sería de México sin la Suprema Corte?
En Estados Unidos se pensaba que la Corte por su orientación ultraconservadora, debido a las nominaciones de Trump, actuaría políticamente. Ya en el pasado jueces propuestos por Nixon o Bush II votaron en conciencia, olvidando quién había hecho posible que llegaran a ese sitial. En México pasa algo similar. Ya el propio presidente se ha quejado de las resoluciones de la ministra Ríos Farjat y del ministro González Alcántara, propuestos por él, sin reconocer que están más de cerca de la Constitución que de los intereses de un partido, al que por cierto ni siquiera pertenecen.
Al menos tres resoluciones recientes en EU muestran que los jueces constitucionales están por encima de las agendas políticas. En estos días en que los conservadores conmemoran un año desde que la Suprema Corte desechó una de las resoluciones más relevantes, como la que estableció el derecho al aborto, un juez federal consideró inválida una ley de Arkansas que prohibía la atención médica a niños y jóvenes que pretendieran transitar a otro sexo. Independientemente de lo debatible de un tema novedoso, poco explorado, el juez antepuso un derecho humano irrebatible. El derecho constitucional de los padres de tomar decisiones médicas para sus hijos, así como el derecho de los médicos de poder referir a sus pacientes transexuales a tratamientos médicos.
En otro asunto, la Suprema Corte derribó un mapa de distritos electorales de Alabama que acomodaba a la población negra de tal manera que, por más votos que emitieran, solamente podían obtener la victoria electoral en uno de los siete distritos, siendo que el porcentaje de la población negra es de 27 por ciento.
Apenas antier la Corte, supuestamente conservadora, sorprendió con una decisión que garantiza derechos electorales al permitir la intervención federal en la orientación política de leyes producidas por los estados.
Estos asuntos comprueban que los poderes judiciales no son apéndices del Ejecutivo o del Legislativo, por más que estos poderes tengan a su cargo la nominación y elección de los jueces constitucionales. En México, esto se ha hecho también evidente, por lo que la sociedad reconoce la labor de la ministra Norma Piña, presidenta de la Suprema Corte, una especie de Xóchitl Gálvez judicial, que ya demostró que el alto oleaje del poder no la marea.