Cuando en 1992 se firmó el TLC, se vivían los mejores días de la salinastroika, que asombró al mundo. Nadie pensó entonces que la alianza comercial con Estados Unidos y Canadá significaría vida o muerte para México. El destino económico depende de las futuras negociaciones que pondrán a prueba la solidez de la administración Sheinbaum. Se juega, sin hipérbole, el futuro del país. Curiosa paradoja: el régimen aborrecedor del neoliberalismo sometido al libre cambio. No menos paradójico resulta Trump con sus tarifas, herramienta clave del proteccionismo.
En el Renacimiento, los barcos, incluyendo a los piratas, se llevaban el oro y la plata de México y Perú y fijaban barreras comerciales, hasta que Adam Smith demostró que estaban equivocados. El liberalismo económico reinó hasta que Marx daría, junto con los socialistas utópicos, un giro para dividir al mundo.
Independientemente de las manías ideológicas, el TLC y su sucesor TLCAN han sido exitosos. El comercio se ha multiplicado varias veces. México, de ser una economía casi feudal, cerrada, es campeón de tratados comerciales y forma parte del bloque comercial de Norteamérica que compite con Europa y Asia, en particular con China.
El país se modernizó no solamente en la alternancia política, sino en su industria y comercio. La inversión no ha dejado de fluir a pesar de admoniciones y sermones de los enemigos del gobierno. La cercanía con Estados Unidos que el país llevaba lastimosamente como lápida a cuestas, propició que chinos, japoneses, coreanos, europeos, estadounidenses y canadienses hayan escogido a México como su plataforma para ingresar al mercado más grande del mundo. Estados Unidos dejó de ser el enemigo histórico para convertirse en afiliado comercial, un imprescindible vecino.
Las empresas maquiladoras y las cadenas de suministro han impulsado la ocupación de mano de obra con el beneficio social inherente. Los sectores industriales nacionales como el automotriz, electrónico, agroalimentario, aeronáutico y otros están a la vanguardia tecnológica. México juega en grandes ligas y ni siquiera todas las tonterías de los gobiernos en turno, que manejan sin destreza técnica cuestiones cruciales (división de poderes, independencia judicial, ley de amparo, neutralidad electoral, división social que provoca encono social) habrán de descarrilar la negociación futura.
Claro que no todo es reír y cantar. Este aparente paraíso terrenal tiene enormes costos: la dependencia (80%) del mercado estadounidense. Solo imaginar un escenario atroz: Estados Unidos cancelando la entrega de gas natural a México. Cerca del 80% del gas que utiliza México se importa de Estados Unidos. México tendría solo unas semanas para poder subsistir.
Otra distorsión es la brecha entre el norte y el sur del país. Los estados del norte cada vez más cerca de Estados Unidos, los del sur más cerca de Centroamérica. Hace falta una estrategia de gran aliento que vaya más allá del parroquial Tren Maya y la Refinería de Dos Bocas.
La negociación del nuevo tratado representará un parteaguas en el gobierno de la presidenta Sheinbaum. No es un asunto exclusivo del gobierno. Están en juego en las negociaciones, la participación de los actores del tratado que no son exclusivamente mexicanos. Las empresas estadounidenses dedicadas a la agroindustria que siembran y cosechan en México; las maquiladoras a lo largo de la frontera; las empresas de autopartes cruciales para la fabricación de automóviles. Todas estas y más deben participar, impulsar, presionar en la negociación. En la globalidad las nacionalidades van aparte; se vive un nuevo mundo, uno que ni siquiera Marx imaginó.
Profesor de la Facultad de Derecho de la UNAM