Mi solidaridad con jueces y magistrados de carrera judicial
No se puede asegurar todavía el resultado de la reforma judicial. Entre las aclamaciones triunfalistas de sus promotores y la impotencia depresiva de sus opositores habría que esperar el juicio de la historia constitucional. Más delicado que la eventual amenaza de un poder judicial sometido y dependiente, es el grave riesgo de la debacle constitucional.
Este año, en octubre, se conmemoran doscientos de la promulgación de la Constitución Federal de 1824. Este texto hizo posible la unificación nacional al cobijo de tres fundamentos: la república, el régimen federal y la división de poderes. Sin la Constitución de 1824 no existiría México. En aquellos días corrían vientos de desunión.
Solamente unos ejemplos: antes de que el Congreso Constituyente se encargara de formular la Constitución en 1824, las provincias se rebelaron. Yucatán se dio un gobierno independiente; Oaxaca declaró su soberanía y fundó un gobierno provisional; Michoacán preparaba un gobierno central; Guadalajara a través de su Ayuntamiento no reconoció a las instituciones, se declaró la más alta autoridad y última instancia judicial en cuanto a las apelaciones. Más adelante, la provincia de Jalisco se declaró a sí misma como el Estado Libre y Soberano de Jalisco; Campeche y Tabasco se pronunciaron por su independencia; en el norte de igual manera Monterrey, Coahuila, Texas y Nuevo Santander (Tamaulipas) indicaron su intención de separarse. Fue la Constitución de 1824 lo que evitó este desgajamiento.
Esto que se olvida o no se sabe, refuerza el papel que la Constitución significa para un país — algo más, mucho más, que el papel en que está escrita. Si la Constitución de 1824 unió a los mexicanos hay que evitar que la Constitución vigente (lo que queda de ella) sea motivo de desunión y encono nacional.
En Francia, en los prolegómenos de su revolución, María Antonieta, desesperada por ver a Luis XVI más preocupado por comer pasteles que por enfrentar la rebelión declaró textual: “…ha llegado, por fin, el momento de saber quién debe obtener el triunfo, si el rey o los sublevados, si la Constitución o los revolucionarios”. De nada sirvió que la Constitución estableciera que la persona del rey era inviolable ante el filo de la guillotina.
Los estudiantes de Derecho estudian en su curso de Derecho Constitucional a Ferdinand Lassalle (nada que ver con el fundador de la orden de los lasallistas), un autor alemán muy cercano a Carlos Marx, que resolvió el dilema entre Constitución y poder. Para Lassalle de nada sirve lo que se escriba en una hoja de papel, si lo que dice no se ajusta a la realidad, a lo que llamó los factores reales de poder. Cuando una sociedad empieza a desconfiar de su Constitución, empieza la angustia política, el drama de la Constitución incumplida, el desajuste entre la Constitución escrita y lo que realmente sucede; entre el texto contenido en el papel y los factores reales de poder. Así lo planteó Lassalle: “Cuando una Constitución escrita corresponde a los factores reales de poder que rigen en el país no se oye nunca ese grito de angustia”. Prevalece la democracia y la esperanza políticas.
Nada es comparable a la liturgia laica como la Constitución. Nada exalta más el fervor patrio que la figura teóricamente más respetada como es la ley suprema. Pero a final de cuentas, por más Constitución que exista, por más que se invoque y evoque, por más que se proteste cumplirla y hacerla cumplir, si contradice la decencia política, se convierte en un simple papel. El resultado es aterrador: una catástrofe política y social.
Profesor de Historia Constitucional de México, UNAM