El país vive un mal momento. No se ve que pueda cambiar el mal humor nacional. Nunca como ahora, desde la Constitución de 1917, los mexicanos habían estado tan polarizados, con un futuro imprevisible. La zozobra proviene del embate a instituciones que enfrentan la hegemonía política de López Obrador. Si se tuviera que identificar una razón para el desánimo, sería la pérdida de la esperanza.
Cada día se ensombrecen las perspectivas de paz y concordia. Los agravios contra la democracia crecen conforme se acerca 2024: el Estado de derecho, el diálogo político, el respeto a la disidencia, la supremacía constitucional, la separación de poderes, la observancia de las reglas que protegen a la ciudadanía, el derecho de las minorías.
Las señales más perniciosas del desajuste son el embate al INE y los ataques a la Suprema Corte. Han utilizado las herramientas de que dispone el Estado, las mismas que deberían apoyar las expectativas de bienestar público y no los desplantes despóticos.
Las vías de ataque a instituciones constitucionales son actos preparatorios de las elecciones que vendrán en 2024. La tensión social aumenta, pues ante el fracaso de los planes de desmantelamiento del INE y descrédito a la Suprema Corte, un sector importante del país cree fundadamente que el gobierno robará la elección.
Más grave aún, es que si la Cuarta Transformación resulta legítimamente vencedora —como hoy es previsible— no tendrá la credibilidad social en un sector relevante del país. La república transitará, como ya lo hizo durante el Maximato, con el cacique nacional, sin representación formal que detenta el poder, mientras que el alfil escogido, mismo que a pesar de disponer de la banda tricolor y las facultades constitucionales vivirá en Palacio Nacional para reinar sin gobernar, acatando las instrucciones del caudillo.
Han sido tantas mentiras y engaños que nadie, con excepción de los seguidores del régimen y los recipiendarios de las dádivas populistas, creería en un triunfo del gobierno en 2024. De perder la angustia mayor es que el gobierno no reconozca resultados y se instaure formalmente la dictadura popular. En los hechos México tiene ya un régimen caciquil. El proyecto transformador del régimen ha sido tan exitoso políticamente que desarticuló a la oposición.
El Presidente ha tratado de modificar la Constitución a su gusto, trata de silenciar a los medios, ha desmantelado instituciones, tiene otras en la mira, disfruta la confrontación. Si AMLO fuera boxeador sería lo que en esa jerga se conoce como un fajador (el boxeador que es combativo y encaja los golpes en su rival: María Moliner).
El proyecto transformador de la 4T es una quimera, es populismo para bobos. George Orwell (1984) lo había advertido sin conocer a AMLO: El lenguaje político… está diseñado para lograr que las mentiras parezcan verdades y el asesino respetable (Chapo).
Se trata de una técnica política diseñada perversamente para explotar la incultura de sectores desamparados, explotar cierta lasitud del sistema político mexicano y atacarlo despiadadamente para adquirir y ejercer primero el poder (ya lo hizo) y conservarlo a toda costa. Se ha usado el poder del Estado para consolidar un movimiento que apunta a convertirse en una dictadura.
No hay arreglos políticos, en México no existe el diálogo, ni negociación alguna. Lo peor es que no existe la mínima posibilidad de conciliación nacional. Escenario de peleas entre perros y gatos, en un país cuya dimensión, historia y perspectivas no lo merecen.