Ahora que leí por ahí que mi alma mater, la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), cumple 50 años de vida académica, me doy cuenta de que nunca he regresado a ella para recordar muchos de mis mejores momentos en la vida y agradecer su influencia en mi ser. Aunque tengo el pretexto de que estuve muchos años fuera de México a causa del trabajo en el Servicio Exterior Mexicano (SEM), espero ir pronto a verla.
En mi particular experiencia, tengo la idea de que la universidad no sólo te forma académicamente, sino te da estructura, disciplina, madurez y, sobre todo, te ayuda a construir tu propia teoría de la vida y del mundo, con la que vas enfrentando la realidad de todos tus días. Yo creo que todos y todas deberíamos tener la oportunidad de estudiar en una universidad, aunque después hagas o te dediques a lo que quieras. México sería realmente diferente a lo que es hoy: un país de sólo 10 años promedio de estudio.
Como todo bachiller, mi idea era ingresar a la UNAM, pero debido a los calendarios académicos, tenía que esperar otros seis meses para el examen de ingreso, que se acumularían al año perdido por andar creyéndome el valiente con los amigos y el cautivador con las mujeres. Creo que ahí fue mi primer golpe con la vida, cuando me vi solo y rebasado por la mayoría de mis compañeros que ya iniciaban sus carreras. Me negué a ser menos y decidí así ingresar a la UAM - Iztapalapa, la opción más cercana en ese momento, allá por los 80´s, que pronto cambiaría mi vida.
Su oferta académica era interesante, con profesores mexicanos de alta calidad y experiencia y, algunos de ellos, refugiados y asilados políticos de los países de la América del Sur, a causa de sus respectivas dictaduras. Su sistema era novedoso, pues rompía con los tradicionales semestres, para dar paso al modelo trimestral, donde no había tiempo para la vagancia o la perpetuidad estudiantil. Era y es -creo todavía- una universidad para estudiar y reflexionar en sus 5 unidades, especialmente en las ciencias sociales, como dice su lema: “Casa abierta al tiempo”.
De pronto, mi familia, mis amigos del barrio y todo el entorno se mostró orgulloso de mi, solamente por el hecho de ser universitario. Mi familia me daba mi espacio y dejaba que me excediera en los horarios e incluso se hacía de la vista gorda cuando no llegaba los fines de semana, pues decía que necesitaba distraerme por el estudio. Mis amigos se sorprendieron al memento que les dije que ahora me alejaría de todos los vicios colectivos, incluido el futbol, el frontón y el billar, para dedicarme exclusivamente a estudiar mi carrera en ciencia política. Me di cuenta de que todo eso pasaba sólo por el estudio, así que mientras estudiara, todo era reconocimiento social para mí.
Sin embargo, la primera prueba vino pronto, ya que la diferencia entre el bachillerato y la universidad era tremenda. El sistema trimestral de la UAM no daba respiro, a diferencia de la etapa anterior, donde podías tomarte hasta unas vacaciones dentro del semestre. Ahora no debías parpadear ni un momento, pues 12 semanas se iban volando. Al término del primer trimestre del tronco común aprobé 3 de 4 materias, quedando pendiente un trabajo por entregar y pasar todas las materias. Un día antes de la entrega del ensayo, pensé entre mí, que ya no lo haría, pero el orgullo pudo más y me dediqué toda esa noche a elaborar el tema -no sé cuál-, donde logré acumular un total de 10 cuartillas.
Al otro día, al entregar el ensayo al profesor -que gustaba de leerlo delante de uno, hacer correcciones y preguntar cosas-, me dijo al final: “usted escribe muy bien, pero le faltan datos y más información que fortalezcan sus hipótesis, aunque es muy interesante el planteamiento”. Ni modo que lo haya hecho ayer -dijo incrédulo-. Tiene usted 9 de calificación. Ese día entendí varias cosas: nunca debía uno darse por vencido; que me gustaba escribir; y que las noches no sólo servían para dormir, pues así aprobé varias materias.
Quizá lo más especial que me tocó vivir en la universidad fue mi fe, que siempre estuvo en disputa con la ciencia, pues un día sentado por horas en la biblioteca, leyendo y reflexionando sin parar, pues sabía que estaba a punto de descubrir algo, y teniendo un enorme domo sobre de mí, que proyectaba rayos de sol, cual si fueran Alos celestiales, confirmé -luego de largos años- que Dios sí existía o existió y que era como todos nosotros, de carne y hueso, pues concluí exhausto que no se podía escribir tanto y bien de un ser que no existiera. Acabe tirado en la
alfombra ante tal duda existencial resuelta, hasta que llegó el dependiente y dijo que no podía dormir en el piso.
Aunque también fui cómplice de un golpe de estado en contra del jefe de grupo que ese día no asistió a clase y que aprovechó un trotskista declarado para proponer a su novia como candidata. En respuesta, otra compañera, de derecha pequeñoburguesa, me propuso también al cargo -según ella para no dejar que la doctrina se apoderara del grupo-. Me pregunté si yo no tenía en ese momento ninguna ideología política, por lo que únicamente me ubique en el centro, y sugerí esperar a que estuviera el jefe de grupo, pero las fuerzas golpistas estaban decididas. Por mayoría de votos me convertí en un vulgar puga-chetista, como me dijo al otro día el compañero derrocado, con cierto humor, aunque le respondí que había evitado que el grupo cayera en los extremos.
También conocí en la UAM a la primera mujer candidata a la presidencia de la república, en la figura de doña Rosario Ibarra de Piedra, en 1982, que fue toda una figura política y social para mi generación. Igual, al ingeniero Heberto Castillo, gran luchador social, que sin duda tuvo influencia en muchos de nosotros. Sin ser todavía una universidad politizada -no sé ahora-, la UAM era consecuente con la historia de México y la necesidad de apertura política en esos tiempos de dominio priista.
En un paro de actividades, los estudiantes tomamos el plantel por 24 horas, seguramente en apoyo a alguna buena causa, donde conocí a Clara Brugada, estudiante de economía, que siempre se distinguió por su activismo -no común en la UAM de ese tiempo-, así como por sus clásicas blusas con detalles indígenas, sus jeans y una abundante cabellera, que pronto será, orgullosamente, Jefa de Gobierno de la Ciudad de México.
Siempre que me preguntan qué aprendí en la UAM y en una carrera tan teórica como la ciencia política, les respondo con orgullo que “a leer y escribir correitamente” (sic).
¡ A la UAM, a la two, a la UAM, two, tree….!
Mario Alberto Puga