¡Levad anclas! Que el puerto nos guarde la memoria y el horizonte nos escriba el destino. Hoy dejamos la quietud para abrazar el camino incierto del océano. El mar nos llama. Zarparemos.

México se ha embarcado en un experimento arriesgado en los últimos meses: la elección directa de jueces.

Bajo el discurso de un avance democrático —incluso como una reparación histórica frente al elitista mundo jurídico—, la medida prometió abrir las puertas a una justicia más cercana al pueblo. Pero la realidad expone sus grietas: personas candidatas con antecedentes cuestionables, procesos donde la transparencia brilló por su ausencia, y una lógica que sacrifica solidez institucional por rapidez y ahorro.

La justicia no se construye con atajos. Este experimento, más que un triunfo de la democracia, parece convertirse en una advertencia.

Una reforma que quedó vacía

Los primeros resultados de la participación ciudadana en la elección de jueces son preocupantes: en términos prácticos, fue un ejercicio casi desierto. Apenas participó el 13% del padrón electoral, y de ese porcentaje una parte fueron votos nulos y otros resultado del clásico acarreo.

La reciente elección judicial en México debía ser un parteaguas en la historia de nuestro sistema judicial. Se presentó como “un mecanismo para democratizar el acceso a los jueces”, acercarlos al pueblo y romper con las élites tradicionales enquistadas en los poderes judiciales. La supuesta expectativa de sus promotores era que millones de ciudadanos se volcarían a participar en un proceso inédito a nivel mundial. Pero la realidad fue muy distinta: la participación fue bajísima, rayando en lo testimonial.

Este resultado abre interrogantes serias. ¿Qué significa, en términos democráticos y de legitimidad, elegir jueces en una elección prácticamente desierta? ¿Qué tipo de mandato social reciben estas nuevas personas juzgadoras si la mayoría de los ciudadanos decidió, explícita o implícitamente, no participar?

Según los promotores de la reforma judicial, era precisamente la participación ciudadana en la elección de los jueces “el factor” que iba a transformar los poderes judiciales. Si dicho factor está ausente, ¿entonces la tesis que motivó la reforma judicial queda vacía?

La inevitable decepción ciudadana

El primer riesgo es interno: la confianza en el sistema de justicia, ya de por sí frágil, se debilitará aún más cuando la ciudadanía perciba que la reforma judicial no fue un verdadero esfuerzo por mejorar y fortalecer la impartición de justicia.

Los jueces que resultaron ganadores en el ejercicio que tuvo lugar el domingo pasado no gozan de un respaldo social amplio, ni tampoco pasaron por procesos rigurosos y transparentes de evaluación profesional. En muchos casos, se desconoce su trayectoria, sus méritos o su idoneidad.

Como consecuencia, en vez de acercarse a la ciudadanía, la justicia podría quedar aún más lejana de las necesidades de las víctimas y exponerse a decisiones cupulares e intereses políticos o hasta criminales. La larga lista de problemas que enfrenta el aparato de justicia —como la falta de efectividad de las fiscalías, la baja proporción de jueces por habitantes, la falta de perspectiva de género en los procesos judiciales que dificulta el acceso de las mujeres a la justicia, etcétera— no se resolverá con esta reforma. La decepción llegará tarde o temprano, cuando la justicia mexicana siga sin dar respuesta e, incluso, se vuelva más ausente, lenta e imposible de lograr.

Los costos institucionales se pagarán tarde o temprano

El segundo riesgo es externo: la imagen institucional de México. Inversionistas, organismos internacionales y gobiernos aliados —incluyendo al de Estados Unidos, que actualmente sigue con microscopio lo que se hace en cuanto a política criminal— observan con atención el Estado de derecho en nuestro país. Para ellos, un sistema judicial fuerte es garantía de certidumbre económica, protección de contratos, estabilidad política y un límite a los grupos criminales.

Ver que los jueces fueron elegidos mediante un proceso cuestionado, en el que se hizo evidente la inducción del voto, sin respaldo social amplio y sin respetar las garantías de integridad de los procesos electorales (por ejemplo, que los ciudadanos cuenten los votos en la casilla o que las boletas no utilizadas sigan un proceso de invalidación y desechamiento para evitar su mal uso) ha alimentado dudas sobre la fortaleza de nuestras instituciones. Esto, por ende, pone en juego la credibilidad del país entero.

El gobierno no reconoció la falta de participación. Tampoco otros déficits en los comicios que merecen atención. Aceptar los problemas es una oportunidad para afianzar la confianza de ciertos grupos en el gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum. De lo contrario el oficialismo: 1) envía la señal de que su liderazgo no responde —o corrige el rumbo— ante una necesidad evidente y, a la vez, 2) deja al descubierto que el verdadero objetivo de la reforma judicial no era la democratización de la justicia mediante la participación ciudadana en la elección de jueces, ni la fiesta democrática para fortalecer la legitimidad social del Poder Judicial, sino consolidar un nuevo mecanismo de control sobre el mismo.

La negación está en automático validando los argumentos de quienes se manifestaron en contra de la reforma. Si bien la estrategia del gobierno puede generar réditos políticos a corto plazo, los costos institucionales se pagarán tarde o temprano.

Una llave china a quienes imparten la justicia

La pregunta de fondo es inquietante: ¿puede el profesionalismo judicial ser sustituido por una elección vacía? La respuesta es contundente: no. La independencia, la preparación y la ética de los jueces no pueden improvisarse ni legitimarse mediante procesos electorales; mucho menos cuando el proceso claramente no logró convocar ni representar de manera genuina. La justicia necesita cimientos sólidos: procesos de selección transparentes, evaluaciones objetivas de conocimientos y capacidades, concursos públicos y mecanismos efectivos de rendición de cuentas.

Lo que estamos viendo hoy es el riesgo de debilitar la justicia aún más en nombre de la “democratización”. En el fondo, el riesgo es la eliminación de la división de poderes y una llave china a la figura que hace cumplir la ley: la persona juzgadora.

Si no corregimos el rumbo, podríamos estar sentando las bases de poderes judiciales más vulnerables, menos profesionales y más distantes de los principios básicos del Estado de derecho que México necesita. Hoy, la justicia está a la deriva, y con ella, nuestros derechos.

Directora de México Evalúa

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