En los últimos días he atravesado una de las experiencias más difíciles y violentas de mi vida: recibir amenazas de muerte de un grupo criminal dirigidas no solo a mí, sino también a mi familia. Es imposible describir con precisión la mezcla de miedo, indignación e impotencia que genera una agresión de esta naturaleza. Pero también sería insuficiente cualquier intento por explicar la entereza que emerge cuando uno se sabe sostenida por sus convicciones, por sus afectos más entrañables y por un compromiso profundamente ético con las mujeres de este país.
Hoy escribo desde la firmeza, no desde el temor. Porque sé que esta amenaza no es únicamente contra mí: es contra todas las mujeres que nos hemos atrevido a romper el silencio, a ocupar espacios históricamente vedados, a disputar el poder desde una ética distinta. Esta violencia es la reacción desesperada de un sistema que se resiste al cambio, que se incomoda ante la presencia de mujeres libres, pensantes, decididas. Un sistema que preferiría vernos calladas, sumisas o ausentes.
Pero no me voy a callar. No me voy a ir.
En cada mujer que alza la voz, resuena el eco de muchas otras que aún no pueden hacerlo. Que han sido silenciadas por el miedo, por la violencia, por la exclusión estructural. Yo estoy aquí también por ellas. Y por ellas continuaré.
La violencia política por razón de género no es una anécdota aislada ni una excepción desafortunada: es un fenómeno sistemático, con raíces profundas y consecuencias trágicas. El asesinato de Yessenia Lara, candidata de Morena en Veracruz, es un recordatorio brutal de lo que implica ser política siendo mujer en México. ¿Cuántas más? ¿Cuánto tiempo más vamos a normalizar que participar en la vida democrática tenga un costo tan alto?
La democracia no puede seguir siendo un territorio hostil para las mujeres. Tenemos el derecho —humano, político y constitucional— de ocupar espacios de representación, de transformar las instituciones, de cuestionar las estructuras que nos han oprimido durante siglos. Pero para ejercer plenamente ese derecho, necesitamos condiciones mínimas de seguridad, de respeto, de protección. Necesitamos, en suma, un país que no nos castigue a las mujeres por existir en lo público.
El patriarcado se incomoda cuando una mujer joven, preparada, con trayectoria, con convicciones claras y respaldo popular, irrumpe en el escenario político. Le irrita que no se le pueda manipular. Le molesta que no se avergüence de su fuerza ni de su deseo de transformar. Pero lejos de disuadirme, eso reafirma el rumbo que he elegido. Nos dijeron que esperáramos, que fuéramos pacientes, que no incomodáramos. Pero el cambio que nos han negado por generaciones es urgente, y ya no vamos a pedir permiso.
A lo largo de la historia, los hombres han detentado el poder casi en exclusiva. ¿Y qué nos han dejado? Un país marcado por la desigualdad, por la impunidad, por la violencia sistemática y el olvido. Ahora que las mujeres estamos levantando la voz, nos quieren arrebatar la palabra. Pero no lo van a lograr.
Erradicar la violencia contra las mujeres en la política no es una demanda sectorial. Es un imperativo democrático, una obligación ética y una tarea colectiva. No basta con discursos: se requieren acciones concretas, decisiones valientes, estructuras que nos cuiden y nos respalden.
Yo no voy a vivir con miedo. Voy a vivir con la dignidad de quien no se rinde. Porque no estoy sola. Y porque ninguna mujer debería estarlo.
Tenemos el ejemplo más claro de que el cambio es posible: por primera vez en la historia, México tiene a una mujer presidenta, la Dra. Claudia Sheinbaum. Su liderazgo firme y empático representa un acto de justicia histórica. Aún con su gran capacidad, no le ha sido fácil gobernar por las barreras reales de un sistema patriarcal que aún resiste el avance de las mujeres en el poder.
Aún así, su compromiso es claro con la verdad, la justicia y las víctimas. Su presencia en la presidencia es esperanza hecha realidad. No nos van a silenciar. Lo vamos a derribar. Porque la historia ya cambió, y nosotras la estamos escribiendo.
María Teresa Ealy Díaz
Diputada Federal