Hay escenas que no son solo noticia: son una radiografía de la corrupción.

El asesinato del abogado David Cohen Sacal, a la salida de la Ciudad Judicial, no fue un hecho aislado ni un acto de violencia privada: fue un mensaje. Un mensaje dirigido al corazón del sistema judicial, no solo de la capital, sino del país entero.

Como abogada y exlitigante, sé lo que significa confiar la vida y la verdad a un proceso judicial, creyendo que la ley es el único idioma posible. Pero también sé —porque lo viví— que la justicia no siempre se imparte desde la serenidad de la toga, sino desde la corrupción, la impunidad y la indefensión que se han normalizado en muchos rincones del país, tanto en lo local como en lo federal.

Un joven confesó haber cobrado 30 mil pesos por apretar el gatillo. Treinta mil pesos por mandar un mensaje en la puerta misma de la justicia. Quien crea que eso fue un hecho aislado no entiende la dimensión de lo que estamos enfrentando como sociedad.

Y lo más preocupante no es solamente quién disparó, sino por qué eligieron la puerta de los tribunales como escenario. El Tribunal respondió con comunicados tibios y silencios cómodos. Cuando una institución se refugia en las formas mientras la sangre seca en su entrada, la omisión se vuelve cómplice. Y esa omisión tiene nombre colectivo: falta de liderazgo judicial.

No hablo de una persona ni de un tribunal en particular; hablo de una cultura judicial enquistada en distintos niveles del país, donde juezas y jueces han permitido que la toga se use como escudo, que los nombramientos se repartan a puerta cerrada y que las resoluciones se dicten con intereses personales y no con vocación de justicia. Cuando los expedientes se resuelven en privado, cuando los intereses pesan más que las pruebas, cuando el ciudadano siente que la ley es negociable… algo está profundamente podrido.

En este contexto, sí debe reconocerse cuando una autoridad actúa con responsabilidad. La Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México, encabezada por Bertha Alcalde, respondió con rapidez y sin titubeos, y eso merece señalarse. Pero también hay que decirlo con claridad: la justicia no se salva con esfuerzos aislados, ni locales ni federales. Necesitamos instituciones coordinadas, comprometidas y valientes en todos los niveles para que el Estado de derecho deje de ser una promesa y se convierta en realidad.

La responsabilidad plena exige rendición de cuentas institucional. Las y los magistrados del Tribunal están por elegir a su nuevo presidente o presidenta. Esa votación no es un trámite interno: es una oportunidad de abrir una nueva etapa. Es el momento de demostrar si la justicia seguirá siendo negocio o volverá a ser servicio. Si optan por el silencio, confirmarán la degradación; si eligen transparencia, podrán empezar a limpiar la casa.

Que nadie se engañe: no se trata de escalar un conflicto entre instituciones, sino de exigir coraje institucional. El Poder Judicial, en todos sus niveles, no puede contentarse con comunicados de oficina. Debe mostrar hechos: investigaciones imparciales, cooperación franca entre fiscalías y tribunales, sanciones cuando proceda y protección real para quienes ejercen la abogacía y la función pública.

El país no tolera más reputaciones blindadas ni pactos de complicidad. Cuando un abogado es asesinado frente a los tribunales, no se apaga solo una vida: se pone en juego la confianza ciudadana en todo el sistema. Y esa confianza no se recupera con palabras tibias ni con gestos internos; se recupera con justicia efectiva, con resultados tangibles.

Por eso, hoy insisto: la justicia debe fortalecerse desde lo local y desde lo federal, sin excepción. Las instituciones que han mostrado voluntad deben sostenerla con hechos, y aquellas que aún callan, deben asumir que la transparencia y la rendición de cuentas no son concesiones: son obligaciones.

Mientras tanto, desde el Congreso y desde la sociedad exigiremos que la investigación siga su curso sin cortapisas. Porque si la justicia se deja en manos del miedo, del silencio o de los intereses, entonces la ley se convierte en una ilusión. Y no podemos permitirlo.

La elección del nuevo presidente o presidenta del Tribunal es, por tanto, mucho más que una votación entre pares: es una oportunidad para demostrar que la justicia mexicana —en todos sus niveles— puede aún regenerarse.

Que así lo entiendan quienes hoy deciden: o se dignifica la justicia o se confirma su cómplice silencio.

La verdad debe saberse, la impunidad debe romperse y la justicia debe volver a ser, realmente, para todas y todos.

Mientras tenga voz, seguiré exigiendo lo que me enseñó el Derecho: que la verdad se sostenga con hechos, que la ley se cumpla sin privilegios y que nadie tenga que morir por defenderla.

Diputada Federal LXVI Legislatura

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