En México se habla de paz como si fuera un eslogan. Cada gobierno la promete y la mide a su modo, con menos homicidios, más programas sociales, nuevos planes. Sin embargo, la paz no se decreta ni se contabiliza. La paz no es la ausencia de balas, sino la presencia de justicia.

La paz no se alcanza cuando dejan de escucharse disparos, sino cuando los ciudadanos pueden vivir sin miedo a su propio gobierno; es el resultado de un orden donde la ley vale más que la fuerza y la autoridad no necesita uniforme para hacerse respetar. Por eso, hablar de paz en un país donde casi nada se investiga, donde el Estado se desentiende de sus muertos y normaliza a sus desaparecidos, es una palabra vacía.

Los teóricos de los conflictos distinguen entre paz negativa y paz positiva. La primera se limita a la ausencia de violencia directa, el silencio de las armas. Es la paz que celebran los gobiernos, la que se mide con estadísticas. La segunda —la paz positiva— implica la presencia de justicia, verdad, equidad y dignidad. No se trata de que nadie dispare, sino de que todos puedan vivir sin miedo ni humillación. En México hemos aprendido a conformarnos con la primera y a renunciar a la segunda.

Esa renuncia se expresa en cada “nuevo plan” que anuncia el Gobierno Federal. El más reciente, el Plan Michoacán por la Paz y la Justicia, no es una estrategia reciente, es nuevamente el reconocimiento de que hay regiones donde no hay Estado e intentan recuperarlo con despliegues militares y programas sociales. Si bien no es un gesto menor, tampoco es suficiente. Si el Estado debe “intervenir” para restablecer la ley dentro de su propio territorio, lo que está en juego no es sólo la seguridad, es la capacidad misma de gobernar.

Lo que el poder llama “paz” suele ser, en realidad, un control temporal del desorden. Se pacifica una región cuando el crimen pelea menos, no cuando deja de mandar. Es la paz negativa que el Estado ha aprendido a administrar. Una paz que descansa más en la presencia militar que en la fuerza de la justicia.

La verdadera paz exige mucho más que patrullajes militares y programas sociales. Exige justicia cercana, jueces que no se vendan, ministerios públicos que no extorsionen, policías que protejan y gobernadores que no estén coludidos con el crimen. Exige gobiernos municipales con recursos y autoridad, ciudadanos que no tengan que negociar su seguridad con el crimen o con funcionarios corruptos. Exige verdad para las víctimas, reparación del daño y memoria colectiva.

La paz también necesita dignidad. No hay paz posible donde la vida vale menos que un salario, donde las personas siguen desapareciendo, donde los jóvenes encuentran futuro en el crimen o los obligan a ser parte del mismo.

Hablar de paz es, por tanto, hablar del Estado y en México, el Estado está fragmentado. Cada “nuevo plan” refleja el esfuerzo por recomponer su autoridad. No obstante, ninguna estrategia será duradera mientras la justicia siga ausente y la impunidad se mantenga como norma.

La paz no llegará mientras se confunda presencia militar con autoridad civil, ni mientras la corrupción sea más rentable que el servicio público. No llegará mientras quien gobierna mire los territorios solo en términos electorales.

Al final, la paz no depende del crimen, sino del Estado: de su voluntad de aplicar la ley, proteger a los débiles, rendir cuentas y no mentir. Depende también de nosotros, los ciudadanos, de nuestra decisión de no acostumbrarnos al miedo, de despertar, como comienzan a hacerlo los michoacanos.

La paz no se decreta, se construye.

Presidenta de Causa en Común

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