Cuando se piensa en personas en movilidad, vienen a la mente migrantes principalmente del sur del continente, que huyendo de la violencia y la pobreza quieren establecerse en nuestro país o cruzarlo para alcanzar el “sueño americano”. Muy poco se piensa en el fenómeno de desplazamiento forzado interno. Una realidad de miles y miles de mexicanos, que viven una violencia profunda que les arrebata su pueblo, sus costumbres, su hogar y que en los últimos años ha crecido de forma exponencial a causa de la violencia ejercida por criminales, violencia que no ha sido asumida por el Estado mexicano como un problema público.
El desplazamiento forzado interno se ha documentado desde la década de los setenta, las familias se han visto forzada a dejar sus hogares por diferencias religiosas o étnicas, por los megaproyectos de infraestructura, por las disputas de tierras o por los desastres ambientales. A partir de 2010 pero en particular en este sexenio, ese desplazamiento ha crecido ante los ojos de la Guardia Nacional y el Ejército, quienes, en lugar de tomar el control del territorio, prefieren usar sus vehículos para trasladarlos a municipios vecinos, donde los dejan a su suerte.
La mayoría de los pobladores huyen aterrados de sus comunidades porque los criminales los extorsionan, queman sus casas y cultivos, se llevan a sus hijos para convertirlos en sicarios o los matan. Al no existir datos oficiales, son los medios de comunicación y las organizaciones civiles las que visibilizan las tragedias. Entre los datos mas confiables están los de la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (CMDPDH) que estima que alrededor de 386 mil personas se han visto forzadas a abandonar sus hogares entre 2016 y 2022.
En estos días han comenzado a hacer públicas las conclusiones de su estudio sobre el 2023, donde muestran que el número de episodios de desplazamiento forzado interno creció casi al doble con respecto a 2022, pasando de 26 a 45. Las cifras del éxodo de grupos comunitarios que en sí mismas son muy dolorosas, no necesariamente son registradas porque las familias tienden a ser muy discretas y sale de su violenta comunidad de manera sigilosa. Esto lo único que indica es que las cifras pueden ser mucho mayores.
Los datos de la CMDPDH coinciden con el Informe del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) publicado el pasado mes de noviembre, donde resaltó que el incremento en el desplazamiento forzado interno ha llevado a que los mexicanos representen casi la mitad de la población en los albergues en la frontera norte del país.
Ahora bien, si el gobierno no tiene políticas públicas para las personas desplazadas, menos para la gente que se queda atrás, esas familias que por no tener a donde ir o que por temor a perder lo poco que tienen deciden resistir. ¿Qué tipo de orden político se está imponiendo en esas tierras de las que la gente huye? No lo sabemos. La imagen que dibujan las denuncias en la prensa y en los pocos estudios etnográficos existentes, habla de hogares abandonados, carencia de servicios públicos y la inexistencia de un edificio institucional perdurable para sustentar la vida de la población. Lo que sufren las familias que se quedaron atrás es aún más invisible.
El éxodo silencioso que hoy padecen muchas comunidades es la caída en el olvido de partes del país, zonas en donde no vive ninguna sociedad, sino donde apenas se sobrevive a merced de intereses criminales. Es decir, un lugar donde hay todo y de todo menos Estado. (Colaboró René Gerez López)