En Veracruz la tragedia tiene muchos nombres. Se llama inundación cuando los ríos arrasan con pueblos enteros; se llama impunidad cuando una mujer es asesinada y el gobierno dice que murió “de un infarto”; se llama negligencia cuando un gobernador —o, en este caso, una gobernadora— cree que puede minimizar el desastre con una frase. “El río se desbordó ligeramente”, dijo Rocío Nahle, mientras Poza Rica y Tihuatlán quedaban bajo el agua y miles de personas perdían sus casas, sus autos, su memoria. No, nada hay de “ligero” cuando la vida se hunde entre el lodo y el abandono.
Veracruz, al igual que Hidalgo, Puebla y San Luis Potosí sufren una emergencia humanitaria y una emergencia institucional. Las lluvias no pueden evitarse, pero sí las tragedias que provoca un Estado incapaz de prevenir, de alertar, de coordinar y de proteger. No hay drenajes adecuados, no hay obras hidráulicas que contengan los cauces, no hay sistemas de alerta que funcionen. Cuando todo falla, tampoco hay justicia ni gobierno que dé la cara. La desaparición del Fonden —ese fondo que al menos daba estructura y recursos para atender desastres— dejó a los estados librados a su suerte, sin planeación ni respaldo. Lo que antes era una política pública, hoy se suple con ocurrencias y conferencias de prensa.
La devastación de estos días no es solo natural. Es también resultado de una degradación institucional de años, obras fantasmas, corrupción en la Secretaría de Infraestructura y Obras Públicas, desvíos en Protección Civil, y un aparato judicial que no investiga. En Veracruz, los delitos se acumulan con la misma inercia con que se acumula el agua: sin control ni consecuencias. En los últimos años, los homicidios dolosos se mantienen entre los más altos del país; las desapariciones se cuentan por miles; y la violencia cotidiana como la extorsión, abuso policial o la tortura sigue siendo parte de la normalidad. En muchos municipios, la justicia se negocia, muchas de las autoridades obedecen a intereses ilegales y los grupos criminales reparten más apoyos que los gobiernos.
Las inundaciones lo exponen todo, desde la precariedad de las instituciones, la falta de coordinación hasta la mentira política. También evidencia la profunda desigualdad, porque las zonas más afectadas son siempre las más pobres, donde los drenajes nunca se reparan y los cauces no se limpian. Esas son las mismas comunidades donde el crimen recluta jóvenes porque el Estado no ofrece futuro, y donde la gente aprende a sobrevivir sin esperar nada del gobierno. Veracruz no está solo inundado de agua, está inundado de impunidad.
La tragedia de hoy es el espejo de una política que lleva años degradando al Estado hasta volverlo inútil. La corrupción y la ineptitud se combinan con una cultura del cinismo donde todo se justifica, todo se minimiza, todo se olvida. Así, mientras se ahogan los pueblos, mientras los cuerpos aparecen sin nombre, mientras la gente vuelve a empezar con lo poco que le queda, el discurso oficial insiste en que “todos van a recibir apoyo”.
La justicia no se mide solo en tribunales; también se mide en la capacidad de proteger la vida. Y cuando el Estado no puede hacerlo, cuando deja morir a su gente por negligencia o corrupción, eso también es una forma de violencia. Veracruz no necesita discursos ni condolencias, lo que requiere son instituciones que sirvan, autoridades que hablen con la verdad y un gobierno que entienda que gobernar es prever, no improvisar ni minimizar la tragedia.
El agua bajará, pero el lodo quedará. En ese lodo, otra vez, estará escrita la historia de un país que confunde desastre natural con destino inevitable.
Presidenta de Causa en Común