En México hay una violencia que no aparece en las primeras planas, pero se vive todos los días. No deja cuerpos en la calle, pero sí cicatrices en quienes la padecen. Se trata de la violencia de los escritorios, de las ventanillas, del Ministerio Público (MP). Es la que ejercen funcionarios que desprecian a las víctimas y que terminan por volverse cómplices de los agresores. Este es el caso de María, una madre que quería proteger a su hija y acabó siendo humillada por el mismo Estado.
En abril, la señora María, trabajadora del hogar, me llamó desesperada: su hija Luisa, de 13 años, había mantenido en secreto una relación con un hombre de unos 24 años, y un día de enero se fue con él. María acudió a la Fiscalía del Estado de México para denunciar el hecho como privación de la libertad de una menor. Días después, cuando la niña regresó brevemente a casa, madre e hija se presentaron nuevamente ante el MP para informar su regreso. Sin embargo, en lugar de recibir atención o apoyo psicológico, la funcionaria las trató con desdén señalando “¿Tú eres la que te largaste con el novio?”, le espetó a la menor, sin mostrar mínima empatía. Poco después, la niña volvió a irse con el mismo hombre, y María regresó, una vez más, a la Fiscalía. Esta vez la respuesta fue aún más cruel: “Ya no venga, solo se burlan de usted”, le dijo la agente. María ha seguido intentando saber el paradero de su hija, quien a veces logra mandarle un mensaje telefónico, asegurando que está bien, pero sin decirle nada más. Mientras tanto, la única visita que recibió fue la del padre del sujeto, quien se presentó para decirle que “su hijo ya la iba a regresar”, pero no ha vuelto.
Esta violencia no aparece en las cifras de homicidio ni en los reportes de “grandes operativos”, pero es la violencia que sufre la mayoría de las personas que acuden a denunciar. La impunidad en México no se explica solo por la falta de personal en las agencias del MP, aunque es cierto que muchos agentes atienden cientos o incluso miles de carpetas al año, algo inconcebible en cualquier país democrático, el problema es profundo y estructural. Predomina una lógica de trámites por encima de la justicia, sin incentivos para resolver casos ni consecuencias por no hacerlo. El personal de las fiscalías trabaja con poca coordinación con policías y peritos, y bajo condiciones de corrupción o presión política que distorsionan las prioridades. Además, el acceso a la justicia está marcado por la desigualdad: quien no tiene dinero, influencias o tiempo, simplemente queda fuera.
Cuando una persona acude a una fiscalía y, en lugar de apoyo, es maltratada, no sólo se perpetúa una injusticia individual sino que se revela el fracaso del Estado como garante de derechos. Esa violencia institucional —silenciosa, cotidiana, normalizada— alimenta la impunidad, desactiva la denuncia y rompe el vínculo entre ciudadanía y legalidad. Si el acceso a la justicia del Estado es inexistente, se abre paso a otras formas de control informal de autoridad , como el crimen organizado o la justicia por mano propia. Por eso, la violencia en una fiscalía no es solo un asunto administrativo: es una amenaza directa a la democracia.
No podemos seguir normalizando el infierno burocrático al que se enfrentan miles de personas cuando denuncian. No basta con indignarnos ante los grandes escándalos si no somos capaces de mirar la injusticia cotidiana. Esa herida, que no aparece en las cifras oficiales, es una de las más profundas que sufre nuestra democracia. Hacer conciencia de ello es el primer paso para exigir instituciones que sirvan a la gente.
Presidenta de Causa en Común
María Elena Morera