El mundo vive una recesión democrática. Según el World Justice Project, 68% de los países registró retrocesos en el Estado de derecho durante el último año, la cifra más alta desde que existe el índice. La tendencia no se explica por guerras o golpes de Estado, sino por algo más sutil y corrosivo: la expansión de gobiernos electos que, en nombre del pueblo, erosionan las instituciones que deberían limitar su poder.

El patrón se repite con inquietantes simetrías. En Hungría, Turquía, India, El Salvador, Polonia o Filipinas —y también en México— los liderazgos populistas han debilitado tribunales, capturado congresos, perseguido a la prensa y militarizado la seguridad pública. Todo bajo la retórica de la legitimidad popular o, como en nuestro país, la voluntad del pueblo. En el fondo, se ha instalado una cultura política que confunde mayoría de votos con legitimidad y poder con justicia; es aquella que señala que si el pueblo votó todo se justifica y si el líder encarna la voluntad general, las reglas estorban.

El Índice de Estado de derecho (Rule of Law Index) mide precisamente esa distancia entre la ley escrita y la ley cumplida. Combina encuestas ciudadanas, evaluaciones de expertos y datos institucionales para medir corrupción, independencia judicial, acceso a la justicia y límites al poder. Su retroceso no refleja una moda ideológica, sino un cambio civilizatorio. Una explicación es que los gobiernos ya no temen romper la ley porque sus ciudadanos han dejado de exigir que se cumpla.

México no es excepción, en la edición 2025, el país cayó al lugar 121 de 143 naciones, con un puntaje de 0.41 sobre 1. En la última década pasó de 0.48 a 0.41; un descenso constante que refleja el debilitamiento de sus instituciones. La presidenta Claudia Sheinbaum ha mantenido la lógica de concentración de poder que heredó de su antecesor. Hoy se tiene un Poder Legislativo sometido, un Poder Judicial electo por voto popular con acordeones impresos desde el poder y una Guardia Nacional bajo mando militar. El resultado es un gobierno cada vez más fuerte para castigar al que considera enemigo del régimen, y un Estado más débil para impartir justicia.

El discurso del combate a la corrupción se volvió una herramienta de control político.

Los casos que alcanzan a la élite gobernante no prosperan; ni Mario Delgado, ni Rocío Nahle, ni Adán Augusto López y menos la familia de López Obrador han sido investigados más allá de filtraciones; hechas con la intención de mantenerlos acotados dentro de los límites que Morena les marca. No hay justicia que alcance al poder político, solo justicia que lo obedece. Y cuando la ley se aplica según la lealtad, deja de ser ley y se convierte en poder discrecional.

Este deterioro comenzó hace tiempo. El populismo global prospera por una fatiga democrática creciente. Ciudadanos que se sienten ignorados por los partidos, instituciones percibidas como corruptas y sistemas judiciales incapaces de proteger a la gente común. En ese vacío, los líderes autoritarios encuentran terreno fértil; prometen orden donde el Estado no lo da, honestidad con políticos corruptos “bautizados” por la voz del líder, y justicia donde solo hay frustración.

Sin embargo, el reto ya no es entender por qué caen las democracias, sino cómo detener la caída.

Como advierte la politóloga Sheri Berman, autora de Democracy and Dictatorship in Europe (Harvard University Press, 2019), “las democracias no fracasan por lo que hacen sus enemigos, sino por lo que dejan de hacer sus defensores”. Esa es la verdadera amenaza para México y para el mundo; no el autoritarismo explícito, sino la resignación ciudadana ante su avance.

Reconstruir el Estado de derecho exige, antes que pensar en reformas, una decisión colectiva de volver a creer que la ley debe mandar, no el poder.

Presidenta de Causa en Común

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