En 1953 se reconoció el derecho de las mujeres a votar, pero fue hasta en las elecciones del 3 de julio de 1955 cuando se pudo ejercer. Aunque cuentan que las mujeres de todos modos votaban y nadie se los impedía hasta que empezó a crecer el número y, como era de esperarse, por ahí alguien dijo que no tenían derecho a votar.
Como suele suceder cuando se niega el ejercicio de un derecho, no se encontraron razones sino barbaridades para justificar que las mujeres no pudieran votar. Consta en la historia que el sistema no quería reconocerles ese derecho porque era como concederles el derecho a los sacerdotes a votar. Pensaban que las mujeres, al confesarse, recibirían instrucciones de aquellos y no actuarían en libertad. Así es que se quedaron sin votar tanto las mujeres como los sacerdotes —quienes tuvieron que esperar mucho más tiempo para ver reconocido su derecho. Pero lo que quiero resaltar es la falta de reconocimiento (que existía entonces y que persiste hoy) a la libre voluntad de las mujeres, a su propia identidad. Todavía hoy, en pleno siglo XXI, hay jefes de Estado que, para referirse a una mujer, son incapaces de llamarla por su nombre y se refieren ella como “la esposa de”. En fin.
De hace 66 años para acá, es innegable el avance de las mujeres, pero no es exclusivamente en términos de cantidad sino también de calidad. Con el ingreso de las mujeres a la política llegaron también otros temas, como el de medio ambiente, el de la responsabilidad social, el de las personas con discapacidad, el de la no discriminación, el de la focalización de la violencia en la vida diaria de las personas o la atención a víctimas.
He tenido la oportunidad de ver y vivir este avance de manera cercana. No ha sido fácil. Lo que no imaginé es el retroceso que estamos viviendo hoy las mujeres en México. Sí, vivimos un retroceso, estamos más solas que nunca en este siglo. La causa: el actual gobierno.
La violencia aumenta. No se percibe un claro combate al crimen y, en el caso de las mujeres, la negligencia (que ya parece franca renuncia) respecto al combate de los feminicidios es inigualable. La ausencia del Estado no sólo se manifiesta en la falta de acciones para perseguir ese delito, sino también en el trato a las víctimas. El Estado, por ejemplo, debería encargarse de los niños huérfanos por feminicidio y, sin embargo, no hay la menor intención de hacerlo. Son esos casos en los que se requiere más voluntad que presupuesto.
La abandonada red de refugios para las mujeres no es contemplada como prioridad y el presupuesto que ésta necesita es mucho menor al que le hubiera correspondido erogar al gobierno si se encargaran directamente de los refugios. Pero ha podido más la necedad que la necesidad.
Además, es natural que hablemos de “mamás” cuando abordamos el tema de las niñas y niños con cáncer, que no tiene nada de novela y tiene mucho de tragedia. Las mamás de estos niños saben que no es una utopía lo que están pidiendo. Se trata de una prestación, de un derecho que ya existía, que era parte del seguro popular; por eso las mamás están desesperadas, porque el tratamiento se ha interrumpido, porque las medicinas sí se adquirían, porque había un avance que fue interrumpido. Lo destruyeron todo; el gobierno terminó con este mecanismo financiero que servía para pagar dichos tratamientos. Hoy los niños y niñas con cáncer son víctimas de los prejuicios ideológicos y de la incapacidad de los funcionarios que están paralizados como nunca lo habían estado.
Una transformación, por pequeña que fuera, tendría que reconocer la prioridad de la que gozan quienes más lo necesitan. El presidente ha tenido el mayor presupuesto de este siglo y, aun así, ¿no pudo dar medicina a los niños y niñas con cáncer? De ese tamaño es la ineficacia del actual gobierno que se autodenomina 4T.
Abogada