La ideología dominante del Partido Republicano en los Estado Unidos combina la supremacía blanca, con el cristianismo nacionalista de derecha. Ambos otorgaron a Trump el núcleo duro de sus seguidores y la victoria electoral. Trump arremete constantemente contra la diversidad, la equidad y la inclusión social, pero estos dichos son apenas el velo de lo que realmente busca: el supremacismo blanco y el enriquecimiento sin límite.  La mayoría de la población blanca enfrenta el problema derivado del aumento del peso demográfico del segmento de sus adultos mayorores. Esta población se beneficia, paradójicamente, de la inmigración y su joven perfil. Los ataques de Trump a los inmigrantes de piel morena de la población de México y América Latina son parte del teatro que Trump ha montado para satisfacer el programa supremacista de sus bases. Así, hay una mezcla de demagogia y franca amenaza en la promesa del vicepresidente James D. Vance de empezar por deportar un millón de inmigrantes hispanos este año. Vance  secunda el discurso anti-inmigrantes del presidente Trump y otros líderes de la ultraderecha internacional que han llegado al poder, como Víktor Orbán en Hungría o Giorgia Meloni en Italia, que tienen en común tanto el nacionalismo extremo, como una silenciosa pero evidente creencia en la pureza étnica, que es uno de los núcleos del fascismo.  Proceder con el plan de deportación masiva no solamente perjudicaría a dicho grupo de ilegales, sino a la sociedad estadounidense en su conjunto. En el fondo, el propósito es utópico, pues a lo largo de más de un siglo la población migrante hispana se ha vuelto la primera minoría nacional, y representa ya casi el 20 por ciento de la población nacional de los Estados Unidos.

Existe pues una dependencia estructural entre los Estados Unidos y México, según su experiencia migratoria de más de un siglo. Esta trayectoria se caracteriza por una evolución cíclica y que se regula por la demanda estructural de fuerza de trabajo extranjera, que a su vez se alimenta de la diferencia salarial abismal entre ambos países. Los cambios de la demanda ocupacional se adecuan a las transformaciones tecnológicas. El perfil agrícola fue predominante desde el principio del siglo XX y se caracterizó por una migración circular y temporal, masculina, concentrada en tres estados del oeste de la Unión Americana. Hoy en día el perfil ha cambiado, hacia uno industrial y de servicios, que se demandan todo el año y se expande por muchosos estados de la Unión. Pretender desaparecer esta huella son patadas de ahogado. La inmigración mexicana llegó para quedarse.

El episodio histórico más relevante de deportación de indocumentados que tienen México y los Estados Unidos, ocurrió hace casi cien años, durante la Gran Depresión de los años treinta. La Depresión expulsó, según la investigación de Mercedes Carreras de Velasco, a algo más de 300 mil mexicanos, ilegales o no, en el curso de cuatro años. Las cifras fueron de 69 mil en 1930, alcanzaron un pico en 1931, con 124 mil, pasaron a 80 mil en 1932 y 36 mil en 1933. Si se extiende el periodo a 1937, las deportaciones alcanzaron a medio millón de personas. Una bicoca, para las amenazas actuales. Los deportados de los treinta, sin embargo, fueron superados abrumadoramente por los inmigrantes de los cuarenta.

A mediados del siglo XIX no había propiamente frontera entre ambos países. Entre 1850 y 1900, los prestigiados investigadores Douglas Massey, Jorge Durand y Nolan Malone han estimado que hubo apenas unos 13 mil cruces y sólo 971 personas registradas en toda la década de 1890. Los ciclos de la migración binacional pueden resumirse en cinco etapas. La primera abarca el periodo 1900-1929, conocido como la era del enganche, cuando ya se habla de unos 728 mil registros, pero con una frontera absolutamente porosa. Este tipo de migración agrícola circular ha sido la más longeva, aunque su peso relativo a descendido dramáticamente. Además de esta migración circular, hubo también otra, que ocurrió como consecuencia del impacto de la Revolución Mexicana entre 1914-1917, que expulsó a miles de familias en busca de refugio de la guerra civil. En su momento, esta inmigración mexicana no fue motivo de preocupación para los Estados Unidos, que necesitaba brazos. ¡Siempre ha necesitado brazos!

Al segundo periodo de migración binacional se le ha denominado la era de las Deportaciones, y abarca de 1930 a 1942, relacionada con la Gran Depresión, como mencionamos arriba. La siguiente etapa, la tercera, se asocia a la recuperación económica vinculada con el New Deal y al cabo de pocos años, la necesidad de satisfacer la imperiosa demanda de inmigrantes en apoyo a la economía de guerra del vecino del norte. Su principal legado sería el llamado Programa Bracero (1942-1964). Hacia 1965 se puso fin al Programa, que tenía un carácter bilateral, para dar inicio a un nuevo periodo, que Massey y colegas llaman simplemente de inmigración indocumentada, entre 1965 y 1985, que constituye la cuarta etapa. Durante estas dos décadas se estima que entraron a los Estados Unidos unos 28 millones de indocumentados, aun con el perfil dominante de trabajadores agrícolas o de servicios, que entraban con la intención de acumular un ahorro para gastar o invertir en casa. Las salidas reportadas de migrantes en este cuarto periodo fue de unas 23.4 millones de personas, por lo que se estima que la población inmigrante que permaneció en los Estados Unidos, fundamentalmente en los estados de California, Texas e Illinois, fue del orden de 5.7 millones. En esta etapa se impuso una política tácita de dejar hacer y dejar pasar. De nuevo se necesitaron brazos.

La siguiente y última etapa de la migración México-Estados Unidos, la quinta, se caracteriza por una expansión territorial de la inmigración mexicana hacia la vasta geografía continental y generó, como hemos adelantado, un nuevo tipo de migración ya no circular, sino de destino. Este efecto se produjo, paradójicamente, por el endurecimiento de la política de control prácticamente militarizado de la frontera en los puntos tradicionales de cruce, como Tijuana, San Diego, El Paso o Brownsville. La clausura de los cruces mencionados solamente desvió el flujo migratorio hacia decenas de opciones no tradicionales, mucho más temerarias y peligrosas que no invitaban a repetir la experiencia, sino a quedarse.

Este proceso inició durante la presidencia de Ronald Reagan, un exactor, a la presidencia (1981-1989). Reagan es el antecedente más claro del régimen neoliberal actual. Representó el asalto de clases adineradas a la estructura del poder del estado. Redujo la carga impositiva a los más poderosos, al tiempo que declinaban los salarios del trabajador promedio. Eran los últimos estertores de la Guerra Fría y se hablaba de la amenaza del terrorismo centroamericano. En este ambiente se incubó y fomentó el sentimiento anti-inmigrantes. Luego de prolongados debates, se aprobó en 1986 una nueva Ley de migración que adoptó el nombre de Simpson-Rodino, por el apellido de sus promotores, el  primero republicano y el segundo demócrata, en el Senado. Se trató de una ley de control estricto de la inmigración, que invertía mucho en vigilancia. Sin embargo, la ley dejó abierta una rendija para la naturalización de inmigrantes ilegales, al ofrecer una amnistía a los indocumentados que pudieran demostrar una residencia continua de al menos cuatro años, sin tener violaciones a la ley, con la suave condición de aprobar examenes de inglés, así como uno de civismo. Fueron legalizados, eventualmente, unos tres millones de migrantes hispanos, la gran mayoría mexicanos. Se les conocía como “rodinos”, pues fue el senador demócrata Peter Rodino quien logró el pacto de la Ley con su colega republicano. La Ley pretendía cerrar la puerta, pero la realidad se metió por la ventana.

La migración interna se ha expandido pues, cuantitativa y cualitativamente. Con la legalización parcial, las oportunidades ocupacionales de este segmento han mejorado, lenta pero significativamente. Más de un millón de migrantes de origen mexicano, muchos con doble nacionalidad, han obtenido posgrados o especializaciones de alta calificación. Según una estudio de la Cámara de Diputados de México, del año 2024, el 17.5% de los migrantes de origen mexicano (una minoría aún), obtiene ingresos superiores a los 60 mil dólares anuales, que permite un estándar de vida medio o medio alto en muchos condados. Un reflejo de estas tendencias a la elevación de los estándares de vida de los migrantes legalizados es la rápida elevación de las remesas enviadas a México en la última década. En 2022 se alcanzó un máximo histórico, cuando fueron cinco veces más grandes que el valor del publicitado programa de adultos mayores del gobierno mexicano. De este tamaño es el vínculo entre la comunidad migrante y su país de origen. Y de ese tamaño es la amenaza de la deportación masiva.

Una última contradicción repecto de la política de deportación masiva es la vigencia del Tratado de Libre Comercio entre los tres países de América del Norte, que ha cumplido ya dos décadas. La noción orginal fue apostar por una integración económica creciente de los tres países. La relación comercial iba a implicar mucho mayor cercanía en las relaciones interpersonales, de negocios, servicios y cultura, como ha sucedido. Pero el libre tránsito de mercancías, capitales y servicios no fue acompañado de la libertad del movimiento de personas, sino con muros, legales y físicos. Pese a los obstáculos, al inicio del Tratado, en 1994, residían en Estados Unidos unos 17.8 millones de inmigrantes mexicanos, de los cuáles 5.5 millones eran de tercera generación. En 2022, en contraste, el total ascendía a 39.6 millones y los de tercera generación sumaban 13.8 millones. Un salto de más del 200 por ciento. A pesar de los pesares, el progreso de la integración, a lo largo de más de un siglo, es un hecho. Esperamos que la aspiración supremacista pase a dormir el sueño de los justos.

Académicos de la UAM

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