La invasión rusa a Ucrania es una tragedia. Indigna ver las sucesivas escenas de esta guerra en las pantallas a lo largo de un mes. Más que el enfrentamiento entre dos ejércitos se tiene la impresión de un asalto sobre la población civil, lo que parece entrar en el terreno de los crímenes de guerra. Y esto entre primos hermanos. Lanzar artillería pesada en la vecindad de Chernobyl es incurrir en la amenaza de una guerra nuclear, cuyos efectos serían imprevisibles y convertirían el accidente de explosión radiactiva de 1986, en comparación, en un juego de niños. La guerra en Ucrania significa ya, no sólo el fin de la entente posterior a la llamada Guerra Fría, sino también el anuncio de una nueva etapa de amenazas escalofriantes de confrontación (Alemania ha anunciado ya su disposición a armarse) y constituye el principio del fin de la extraordinaria globalización moderna (como demuestra la experiencia china). La exigencia mundial de paz debería entrar de manera urgente a la agenda de todas las organizaciones internacionales.
Es cierto que el supuesto fin de la Guerra Fría nunca lo fue del todo, particularmente por las numerosas incursiones estadounidenses en países periféricos, pero tras un mes de enfrentamientos en Ucrania, en el centro de Europa, con el despliegue de decenas de miles de soldados y miles de muertos, incluidos soldados rusos y hombres, mujeres y niños ucranianos indefensos, con el uso extensivo de bombardeos y un saldo de millones de desplazados, representa un salto cualitativo: Un antes y un después. Discutir si ello es exclusivamente responsabilidad del agresor, el déspota Vladimir Putin; o producto de una provocación concertada conscientemente desde la OTAN (hay algo de cierto en ambas hipótesis), no parece un asunto fundamental después de los acontecimientos. La agresión se ha instalado en la región, y ambos contendientes perderán, sobre todo Ucrania, pero también Rusia, hoy no se sabe cuánto, ni cuántos, ni cómo. Las sanciones económicas de occidente a Rusia tienen un saldo de civiles afectados que crecerá y el resto de países dependientes de las materias primas sufre ya efectos por escasez y altos precios. En esta guerra perdemos todos.
Se ha dicho con razón que las armas demandan guerras y las guerras armas, lo que se ha corroborado muchas veces. En el periodo de 1914 a 1945, llamado de “entreguerras”, destruyó la dinámica de la primera globalización, nacida de las revoluciones industriales del siglo XIX, e instauró un nacionalismo radical, de corte profundamente conservador. Allí nació el fascismo, que ahora renace en muchos países (incluidos los beligerantes) y también instauró una etapa de esperanza del nacimiento del socialismo en la vieja Rusia soviética, que intentó “tomar el cielo por asalto”, para derivar, tras el enorme desgaste de la Segunda Guerra, en el en una suerte de nacionalismo cerrado y acosado: el estalinismo burocrático.
En los orígenes de la Guerra Fría, el aumento progresivo de la producción de armamento en los Estados Unidos, generó el llamado “complejo industrial militar”, como lo bautizó John Galbraith. Él pensaba en los EU, pero la dinámica escaló inevitablemente hacia la URSS y más adelante a otros países. La amenaza de guerra después de la guerra en el entonces nuevo mundo bipolar (EU versus el bloque soviético), supuso el armarse hasta los dientes, para, en el escenario menos grave, des-escalar después. Esta carrera irracional duró unas cuatro décadas y dejó a la URSS, como reconoció Gorbachev, exhausta. En cambio, del lado de los Estados Unidos, analistas como Ernest Mandel argumentaron que el armamentismo contribuyó a mantener la rentabilidad de su economía, con anterioridad a la llegada del neoliberalismo, que daría al traste con el llamado Estado del bienestar al interior y en la vecindad de la esfera de influencia de los EU.
La destrucción de armamento nuclear entre ambos polos no fue tarea fácil, sino producto de una intensa lucha civil, así como diplomática, dentro y fuera de los países afectados directamente. El movimiento antimperialista y por la paz reveló crudamente la irracionalidad de la guerra. Es inevitable pensar en la analogía existente entre el ascenso y el declive de la producción de armas, con la crítica expuesta por Keynes del absurdo de cavar hoyos para después rellenarlos, como alternativa a la incapacidad de creación de empleos dentro de la sociedad capitalista moderna. Producir armas para destruirlas más tarde, equivale a negar su utilidad y denuncia el desperdicio del trabajo invertido en su producción, así como de la totalidad de materias primas (energía, metales, hules, petroquímicos) y de servicios tecnológicos desarrollados en las instalaciones donde se planearon o produjeron. Una gran masa de trabajo inútil que, además, contribuyó y contribuye significativamente al fenómeno del calentamiento global, entonces en lento crecimiento y hoy ya casi incontenible.
El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de la ONU (IPCC por sus siglas en inglés), reportó en febrero anterior que los impactos de la elevación actual de la temperatura en el mundo afectan ya las vidas de 3.3 mil millones de personas (cerca de la mitad del paneta), en diversas escalas, desde las modalidades de víctimas de incendios, de inundaciones, de pérdida de sus viviendas y medios de vida, hasta la escasez de alimentos y agua potable y su impacto sobre las cosechas en extensas áreas y la pesca en aguas marinas. El cambio climático no está por llegar… sino que está ya aquí, con nosotros. La guerra de Ucrania es un pésimo augurio acerca de la suerte de dicho cambio.
Rusia es una nación con relativamente pocos habitantes (unos 150 millones de personas, apenas 15% más que México), en un territorio inmenso, el más grande del mundo, con enormes yacimientos de materias primas estratégicas como petróleo, gas, metales, y tierra disponible para la producción de granos, todo lo cual constituye la base de sus exportaciones. Ucrania es parte de ese sistema, sobre todo por su agricultura. Svetlana Krakouska, científica del clima ucraniana y miembro del IPPC de la ONU, declaró a The Guardian: “Empecé a pensar en los paralelos entre el cambio climático y esta guerra y me quedó claro que la raíz de estas dos amenazas a la humanidad se encuentra en los combustibles fósiles… Es evidente que no podemos seguir viviendo así pues terminaremos por destruir nuestra civilización.”
Krakouska apunta a un hecho clave, pero se queda corta. No basta con transitar hacia energías limpias y renovables (que por cierto también requieren materias primas estratégicas). La irracionalidad de la guerra oculta la irracionalidad de un sistema que pone a la ganancia por encima de las necesidades humanas. Es preciso cambiar un sistema que prefiere cavar hoyos, destruir recursos, aniquilar poblaciones y aumentar la pobreza, al tiempo que concentra el poder; en vez de redistribuir socialmente la riqueza producto del trabajo social. La guerra en Ucrania es horrible por su contenido de destrucción de vidas y la amenaza nuclear; lo es también por la legitimación de la violencia como camino de la solución de los asuntos entre naciones, su reivindicación de la legitimidad de la producción de armas, la posposición de la lucha contra el calentamiento global, así como contra la lacerante desigualdad al interior de las naciones, que el neoliberalismo produce. No a la guerra suicida en Ucrania.