La dimensión de las caravanas y su masificación como estrategia para llegar a la frontera con Estados Unidos fue desencadenada en el 2018 por el ofrecimiento de visados humanitarios por parte del recién estrenado gobierno de López Obrador y ha sido innegablemente el punto de inflexión multinivel en la relación bilateral. Estas caravanas descompusieron la gramática con la cual atendían ambos Estados la cuestión migratoria, así como el proceder de las organizaciones criminales.
Cuatro años después, pasando por un gobierno estadounidense republicano y ahora un demócrata, las fronteras norte y sur son un foco rojo de desorden, aglomeraciones y precarias condiciones que son entre muchos factores, un caldo de cultivo para el crimen organizado.
Una problemática que crece empujada por los abrazos presidenciales, una crisis económica y la escalada en la violencia e inseguridad.
En este contexto el exfiscal general estadounidense William Barr concedió una cuidadosa entrevista donde aseguró que el gobierno de López Obrador ya “perdió el control del país” y que el crimen organizado ya rebasó a las instituciones de seguridad del gobierno mexicano y que podría llegar a compartir soberanía con los cárteles y llegar a un modus vivendi.
La cereza envenenada fue manifestar que México se está convirtiendo en un narco-estado.
Lo que debiera ser un escándalo político-diplomático por el emisor y el mensaje en medio del lodazal del ajuste de cuentas a navajazo limpio entre el exconsejero jurídico, el fiscal general y la exsecretaria de Gobernación, enmarca un ambiente enrarecido y de nulo control presidencial.
López Obrador, acostumbrado a dominar el pleito callejero, muestra confusión y debilidad ante el cochinero y la implosión de su selecto círculo. El resultado de las filtraciones sobre las formas y el fondo del pozo del aparato de justicia en la cuatroté ha ocasionado pasmo y preocupación pese a la irracionalidad estridente del aparato propagandista del régimen.
Mientras se afina la puntería contra el INE y la próxima reforma electoral, se pierde de vista la narrativa estadounidense que viene construyéndose alrededor de este gobierno; Ovidio Guzmán —después de ser liberado por el presidente— pasó de ser el hijo del “Chapo” a estar en la lista de uno de los más buscados con jugosa recompensa. Las señales de altos funcionarios y de organismos internacionales condenando la violencia contra periodistas y empezando a manejar que la democracia mexicana está bajo acecho, no son asuntos menores y ni hablar de las duras declaraciones del embajador Salazar sobre la postura que México debe asumir con respecto a Rusia. No hay tamices diplomáticos ni medias tintas en este timing donde se suma la denuncia del jefe del Comando Norte sobre el número de agentes de inteligencia rusos en suelo mexicano.
Las advertencias van escalando cuando además se puntualiza que hay “un proceso de transformación” en la relación bilateral.
Ahora bien, todo lo anterior aunado a la crisis económica ya son detonadores de conflictos domésticos sin embargo, la coyuntura nacional sigue la ruta de la descomposición y podría presionar más flujos migratorios a Estados Unidos aumentando la presión política allá de cara al proceso electoral de noviembre próximo.
Y ese escenario integral debería preocupar y ocupar al gobierno mexicano que será pronto epicentro de batalla entre republicanos y demócratas.
México será uno de los temas centrales de campaña frente a demandas políticas y sociales insatisfechas por parte de la administración Biden y a un discurso de securitización reforzado por la impunidad de los abrazos presidenciales y la postura ante el conflicto bélico-geopolítico en Ucrania.
Peor, imposible.