La relación México y Estados Unidos abarca una variedad de dimensiones en las que se utilizan herramientas como el soft power y el hard power que ambos países utilizan de manera estratégica para avanzar en sus intereses abordando de manera transversal cuestiones bilaterales y regionales.

Por décadas México utilizó la diplomacia y la cooperación en la lucha contra el narcotráfico como una forma de soft power para abordar amplias gamas en cuestiones de seguridad, mientras los gobiernos estadounidenses lo utilizaron para ir persuadiendo con medios intangibles distintas esferas en el gobierno mexicano.

En política y geopolítica, Estados Unidos tiene bien definidos sus intereses en la región y en la esfera de su seguridad nacional. La reciente reunión de alto nivel dio fe de ello.

Las distintas presiones ejercidas para sacar a flote negociaciones no son nuevas en la espinosa relación, sin embargo con la cuatroté, su propaganda y el comportamiento bipolar presidencial, la tensión es latente al grado de detonar el sugestivo activismo del embajador Ken Salazar. Sus giras a los diferentes estados con altos índices de narcoviolencia esbozan una de las acciones de la estrategia estadounidense; enfocarse y coordinarse en lo local.

Sus constantes visitas al Palacio y a despachos federales no dejan ninguna duda sobre la preocupación del manejo de crisis y control de daños del gobierno mexicano en asuntos torales. La impericia y desorden de altos funcionarios mexicanos se agudiza por la improvisación y la absoluta sumisión a las instrucciones presidenciales que carecen de matices diplomáticos y conocimientos en la materia. Ejemplos sobran.

El enorme desencuentro por la política de López Obrador de abrazos a las organizaciones criminales —que pretende continuar un sexenio más—, el fentanilo y el caos en materia migratoria son ya puntos de inflexión. La evidencia del surgimiento de narcoestados y la impunidad reinante en carreteras, ciudades, zonas y regiones del país ha desencadenado una escalada en la narrativa estadounidense metida de lleno en su campaña presidencial esbozada también de golpes bajos y fuego amigo.

Aun en el espinoso laberinto del contexto, México ha cumplido —pese a las resistencias y complejidades transformadoras institucionales en la relación— con detenciones de objetivos criminales prioritarios, ahí está la extradición de Ovidio, mientras Estados Unidos ha sido laxo u omiso en la búsqueda y detenciones de los mismos objetivos allá para la justicia mexicana.

Es decir, la avenida bilateral no es precisamente de dos sentidos.

El quid es que con el absoluto caos en materia de seguridad —incluido el tema del fentanilo abordado ayer entre las comitivas de ambos países— la migración y la irrupción del terrorismo doméstico, el margen de maniobra del gobierno de López Obrador es casi tan estrecho como su visión del absoluto fracaso en estos rubros.

Quedan varios meses para la elección presidencial y las señales de dar continuidad a esta transformación con su fallida política de seguridad mantienen atentos a diversos actores internos y externos.

La obra de la pesadilla cuatroté ha empujado al precipicio de la impunidad, del nulo Estado de derecho y pésima rendición de cuentas al país, y tiene aún varios capítulos donde podrían surgir los imponderables que tendrán un impacto significativo en el resultado final.

Nadie debería confundirse con las olas de la propaganda mediática en el moreno mar de la soberbia electoral.

Señales bastan y sobran.

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