Escuché muchas veces al gran Mago Septién, relator de juegos de beisbol, decir: “Contra la base por bolas, no hay defensa”. Para quienes no tengan idea de lo que significa esta expresión —usual en ese deporte— les comparto que si el lanzador envía a donde está el bateador cuatro bolas malas, fuera de la zona delimitada, la regla señala que quien está intentando pegarle a “Doña Blanca” —la pelota— para avanzar, lo puede hacer de manera tranquila, pues no hay modo de evitarlo: se le concede llegar a la primera base y no hay nada que hacer. El equipo contrario mira, pesaroso, al adversario de marras llegar a ese sitio tan tranquilo, caminando.

En la vida social, ciertos ritos y celebraciones ocurren con una contundencia asombrosa, tal vez imposible de modificar. Uno de ellos es el Día de la Madre. Un día como hoy.

Contra la tradición tampoco hay defensa, por más que el escritor Jorge Ibargüengoitia, con su humor sabio sin par, relatara lo ridículo que es mirar largas filas de “buenos” hijos que llevan a sus mamás a comer molletes al Sanborns, luego de regalarles una plancha muy moderna. Es de esa estirpe, inmutable, el festival del Día de las Madres en las escuelas. Hay que hacerlo porque así es como se deben hacer las cosas.

Más allá de los análisis sesudos que emparentan esta fiesta con, digamos, el Complejo de Dipo (por favor, no piensen que es una errata, sino el título del trabajo que a un colega le entregó un estudiante de licenciatura en psicología hace un par de semanas), considero que además del festejo, las recitaciones y bailables, y de los regalos que se van elaborando desde abril, se podría dedicar, en cada escuela, sin empalmarse con la fiesta inevitable, un tiempo para considerar otro tema que cala, y tiene un contenido educativo relevante: proponer, en cada aula y con el nivel de detalle que pedagógicamente sea adecuado, que en nuestro país hay miles y miles de madres (y padres, aunque menos) que llevan años, muchos, buscando a sus hijas e hijos desaparecidos.

Un día no volvió María; desde hace un mes, o seis años, que no sabemos dónde está Juan… y como las autoridades no tienen la capacidad, a veces ni la voluntad, de resolver esta desgracia, se han organizado para buscarlos sin fatiga, con recursos propios y herramientas que han inventado para localizar si aún viven o murieron.

Peregrinan. No paran de moverse por todo el territorio si hay alguna pista ya sea de alguien que quizá los vio, o por el hallazgo de una fosa clandestina. Esas madres, y sus familias, no consiguen consuelo. Si el duelo, como me enseñó un estudiante sabio, es pasar poco a poco del dolor del hueco que han dejado quienes mueren, para que se convierta en recuerdo y sea vivible, estas mujeres, al echar la vista atrás, se topan de nuevo con el hueco y la incertidumbre. Y el recuerdo de un vacío incierto, aunque tan sospechado como resistido, es cruel: raja la piel y los adentros.

Este, como otros problemas que se sufren en el país, deberían ser materia de trabajo en los procesos educativos. No son agradables, lo sé, pero sí imprescindibles si la formación de nuevas y nuevos ciudadanos implica tomar consciencia de la sociedad en que viven y vivirán. En cada nivel, con el cuidado que merece la edad del alumnado, indagar sobe este asunto y conversar en torno a lo que implica, es educar en el más hondo sentido de la palabra: estar al tanto de lo que les pasa, y ser solidarios con el dolor y el coraje de estas madres a las que el festejo las excluye. Ojalá.

Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México. mgil@colmex.mx @ManuelGilAnton

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