Uno de los cimientos en que se finca la propuesta de reforma educativa que encabeza el Dr. Marx Arriaga, es que el magisterio nacional está indignado con el trato que ha recibido, por parte del Estado, desde hace décadas: ser (simples) operadores de los planes y programas de estudio, estrategias pedagógicas e instrumentos didácticos decididos por la autoridad federal y que traducen quienes mandan en materia educativa en los estados. Son “bajados” a nivel del aula por supervisores y otros directivos que conforman una intrincada red burocrática.
A través de una escucha atenta, más allá de los aspavientos y adjetivos predominantes en ambos polos del espectro educativo, he encontrado esta convicción en la mirada que guía a la transformación educativa que propone la actual administración: hay, a su juicio, una demanda del magisterio que, en aras de poder desplegar su creatividad y autonomía profesional, reclama espacios para ser coautores de las actividades a desarrollar cada día, así como de los libros de texto y otros elementos y dimensiones del quehacer educativo, en los distintos contextos en que ocurre dada la inmensa diversidad, y desigualdad, del país: la primera, en buena hora; la segunda, malhadada.
Por eso, han modificado la hechura de los libros de texto, la dinámica entre los programas sintéticos (que decide, en uso de sus facultades constitucionales, la SEP) y los que, en ese lindero ineludible, son llamados analíticos: en cada aula, escuela y comunidad, los grupo de docentes ahí ubicados los enriquecen y detallan en proyectos, con las peculiaridades de su contexto territorial, en diálogo con las comunidades o actores sociales de referencia. Y todo esto, concorde con una (mal llamada, a mi juicio) epistemología “del sur”: creo que se trata de otro paradigma educativo: la epistemología, como ciencia empírica que tiene como objeto de estudio a la actividad científica, es otra cosa, importante como elemento del programa crítico y progresista sin puntos cardinales.
Tomemos en serio el planteamiento, pues va en serio la propuesta: ¿A cuánto ascenderá el conjunto de indignados en el magisterio, demandantes de todo lo que se propone que hagan maestras y maestros en el país conforme a esta reforma? Es una incógnita, pero mi conjetura es que es una proporción muy reducida. De ser correcta, al inmenso conjunto de quienes lo integran, la propuesta de libertad les llega desde arriba, como mandato o instrucción. ¿No es esto todo lo contrario a la pedagogía crítica que se pregona como parte de los cambios? Desde hace años, he visto, con intermitencia, al magisterio indignado por salarios, la antidemocracia sindical o el comportamiento faccioso de autoridades educativas y sus socios, los capos sindicales, pero la indignación que suponen los reformistas de hoy es, creo, una hipótesis aventurada. Si se defiende que los cambios suscitarán el ansia de libertad, hay un problema: cientos de miles ya son creativos en su trabajo, pero no al estilo que hoy se trata de imponer: reclaman tiempo para laborar. Otro grupo amplio están en una zona de confort que es imposible negar, y no pocos en la más plana displicencia disfrutando como prestación el “no-trabajo bien remunerado”, actitud consentida por Hacienda y procurada por capos educativos y caciques sindicales.
¿Nos hacemos cargo de esto, y las dificultades del cambio? ¿Abrimos un espacio para hablarlo? ¿Dejamos que la iniciativa privada, y la burocracia, lancen o vendan formatos y cursos “para ser críticos”?