I. Un grupo de 8 niños, en fila, siguen a su maestra. Van a buena distancia por el sendero de la escuela y con cubrebocas. Les dice: miren, este es el salón de música, y el árbol que está junto a la barda lo plantó mi papá; sí, el también fue profesor. Miran con atención: es la primera vez que están ahí. Pregunto, ¿en qué grado van? La maestra dice: son de segundo (de primaria), y le sonríen los ojos. La pandemia los tuvo en clases a distancia todo el ciclo pasado y así cursaron el primero. Los veo, continua, y se miran por primera vez: no conocían las instalaciones. ¿Usted es el director, pregunta una niña? No, no más estoy aquí de paso. ¿Les gusta su escuela? Sí, dicen casi a coro. ¿Y qué les ha gustado más? Pues el patio, señor. Están estrenando el aire, pienso.
II. Me asomo a un salón. El profesor pregunta: ¿qué aprendieron en estos meses que estuvieron en su casa? Un niño levanta: yo aprendí a hacer arroz, maestro. Me enseñó mi abuelita. Otro, desde atrás, exclama: ¡ni que fueras niña! ¿Qué le hace que no? interviene una chiquilla. El profe pregunta: ¿A poco solo pueden saber cocinar las niñas? Y se arma la conversación: No, argumenta un chavo: yo le ayudé a mi mamá en el puesto de las quesadillas y me divertí mucho. Pues yo acompañé a mi papá a la carpintería, y ni le hace que sea niña: le supe a clavar los clavos y a lijar. El maestro observa y me ve y con sus ojos me hace un gesto de: mire que suave.
III. A la entrada del colegio, Martha recibe a las criaturas. De tres a cinco años (es preescolar), y aunque tienen tapabocas no es posible evitar que se le acerquen y le den un abrazo. De repente, uno empieza a llorar, porque no quiere quedarse; como si fuera epidemia, el llanto se contagia y hasta quienes ya estaban en el patio regresan a la entrada sollozando. Martha se ríe y consuela. Un rato después, en la primera pausa, me comenta: mira —señala al salón—: un niño está acurrucado sin moverse en una esquina, está muy asustado. Y otra pequeña llegó tartamudeando. Su mamá me dijo que antes de la pandemia hablaba de corridito. Ha estado muy duro. Juegan a los encantados.
IV. En lo que va de la pandemia, han tenido que recoger los de atención a la infancia a más de mil doscientos niñas y niños que estaban abandonados en sus casas, o se habían salido a la calle y lloraban extraviado el camino. Acá hay muchas madres que se tienen que ir a la maquila, y con las escuelas cerradas no tenían con quién dejar a sus hijos. A veces podían con una vecina, o con alguna tía, pero no siempre: y dejaban la puerta cerrada. Una tarde empezó un incendio en una casa, y los vecinos tuvieron que romper la ventana para sacar a una niña de cuatro años que cuidaba a su hermana de casi dos. Tienen que ir a la chamba para poder comer.
V. Si no abrimos la escuela, Manuel, nos echamos encima a las familias pues ya les urge. Le entramos a limpiar, a cortar el zacate, a limpiar los baños en serio. Maestras, maestros y sobre todo las mamás. La SEP mandó dos botellas de cloro de a litro, y unos galones pequeños con gel. Hora sí que la escuela es nuestra: ¿Te imaginas el gasto en escobas, jergas, jabón y hasta aceite para las bisagras? Y todo por coperacha.
VI. Tengo mucho miedo, dicen que sí se mueren. Ya no puedo más, de veras. Mi marido no se para de la computadora porque le quitan el empleo, y yo soy maestra improvisada además de atender al puesto de jugos y gelatinas con que acompletamos el gasto. Casi no duermo, pero tengo miedo, no se me quita. ¿Qué hago?
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